sábado, 30 de mayo de 2015

BOLETÍN No 202 : UNA EXCOMUNIÓN INVÁLIDA 3ra PARTE



Ya estamos en la tercera parte de este interesante y estudio del documento en defensa de Monseñor Lefebvre . Y como decía el eminente diplomático y tradicionalista Dr. Julio Vargas Prada " Lefebvre es invulnerable . Todas las intrigas , conspiraciones falsedades , arbitrariedades , maltratos , persecuciones, calumnias, ofensas, engaños y condenaciones se estrellan contra el espíritu que lo asistió y fortaleció como gran defensor de la Fe , porque ese fue , sin duda alguna , el Espíritu Santo , fuera del cual , como dice la oración "yo no veo otra cosa que engaño y mentira". (El Lefebvrismo no existe . Libro Parte de Guerra - parrf. 18-pag.143 )

Supongo que mostrando las pruebas , podemos hoy resolver que es inocente de lo se le acusaba.  Los que todavía persisten sin ni siquiera conocerlo o leer o investigar a fondo el caso, alargan una lengua más larga que la anaconda que envolvió al Concilio Vaticano II

Marco Antonio Guzmán Neyra | Facebook


 <<<<<<<<<<<<<<<<<<<<<<<<<<<<<<<<<<<<<<<<<<<<<<<<<<<<<<<<<<<<<<<<<<<


3. 8. El mandato de Ecône

            Consideremos ahora con la máxima atención este documento. La consagración de Ecône tuvo lugar sin el mandatum (autorización) del Papa previsto en el C. D. C. Y con todo, un mandato fue leído durante la ceremonia. ¿Con qué derecho? Con el derecho que surge del estado de necesidad, correctamente entendido:
            “¿Tenéis mandato apostólico? – Lo tenemos.  – Que sea leído. – Lo tenemos de la Iglesia Romana, la cual, en su fidelidad a las santas tradiciones recibidas de los Apóstoles, nos ordena transmitirlas fielmente, o sea, transmitir el depósito de la fe a todos los hombres, para la salvación de las almas[1].
            Si las autoridades oficiales de la Iglesia actual rehúsan su autorización a una consagración episcopal requerida por el estado de necesidad en el cual caen las almas, a las cuales el clero, herido por los errores del modernismo, no transmiten más el depósito de la fe, es totalmente legítimo pensar que la “Iglesia Romana”, que se ha constituido y mantenido en diecinueve siglos hasta el Vaticano II excluido, “ordene” a aquellos que se han mantenido fieles al dogma “transmitir fielmente el depósito de la fe”. ¿Quién ha autorizado, entonces, a Monseñor Lefebvre a consagrar a los Obispos? La Iglesia católica de siempre, con su Cabeza de siempre, que es Cristo y no el Papa, que no es sino su Vicario pro tempore. Si el Vicario, si el gerente terrenal se rehúsa a autorizar un acto requerido por la pública y general necesidad totalmente consonante con las intenciones de la Iglesia de siempre, como el representado en las consagraciones de cuatro Obispos fieles al dogma, plenamente sometidos a la institución pontificia y que desean estar en comunión con el Papa, es lícito pensar que Ecclesia supplet iurisdictionem.
            Un mandato así concebido parece totalmente legítimo, no sólo desde el punto de vista teológico, sino también del canónico, justificándose con el estado de necesidad causado a las almas por la falta de enseñanza del “depósito de la fe”, sustituido por los bien vistos “aggiornamientos” y “sincretismos” emanados del Vaticano II.
            Después de haber declarado la Autoridad que confiere el mandato, el texto de Ecône prosigue del siguiente modo:
            “Puesto que desde el Concilio Vaticano II hasta hoy, las autoridades de la Iglesia Romana están colmadas de un espíritu modernista, obrando contra la Santa Tradición – «Puesto que les llegará un tiempo en el que no soportarán la sana doctrina... sino que retirarán el oído de la verdad para volver a las fábulas» (2 Tim. IV, 3;5), como dice San Pablo a Timoteo en su segunda carta –, creemos que todas las penas y las censuras infligidas por estas autoridades no tienen ningún valor[2].
            Lo que se afirma aquí no es un rechazo al Papa ni un rechazo de comunión con los miembros de la Iglesia. Y tampoco la negación de la autoridad de la jerarquía actual, en cuanto jerarquía católica legítima. Más simplemente, se niega validez a las “penas y censuras” infligidas o declaradas por una autoridad afligida en este momento por el espíritu modernista, y por tanto, profesante de errores y ambigüedades graves, tales como para inducir a las almas al error.
            En efecto, la autoridad de quien está investido con el poder de gobierno en la Iglesia no debe entenderse en sentido puramente formal, como autoridad que opere válidamente cualquiera sea la cosa que haga y diga por el sólo hecho de su investidura, formalmente legítima. No es ésta la concepción católica de la autoridad, para la cual vale en cambio el principio corruptio legis no est lex. Por lo mismo, no basta que la autoridad sea legítima, es necesario también que sus órdenes sean legítimas y no contradigan la razón de ser de la autoridad misma: el mantenimiento y la defensa del dogma de la fe.
            Si la autoridad se muestra claramente colmada de un “espíritu modernista”, que es espíritu de herejía, penetrado en la Iglesia, por ejemplo, a través del párrafo 8 de la Constitución Conciliar Lumen Gentium, que da una definición de la Iglesia contradictoria con lo que la misma Iglesia ha enseñado de sí por diecinueve siglos, poniendo así a la Iglesia en contradicción consigo misma; si la autoridad legítima demuestra de hecho, en varios actos y declaraciones suyas, haber perdido el sensus fidei, es legítimo preguntarse qué valor debe atribuirse a sus decisiones y si éstas deben ser reconocidas como legítimas y obedecidas como voluntad de la Iglesia Católica.
            La respuesta a la no fácil cuestión nos parece, a pesar de todo, no difícil: deberán tenerse como “privadas de peso”, y por lo tanto inválidas, todas aquellas providencias que sean tomadas en espíritu de modernismo, que se muestren por consiguiente, manifiestamente en contradicción con las intenciones de la Iglesia; entiéndase: las intenciones consagradas por el dogma y por la tradición casi bimilenaria. Cuando el Papa actual machaca, conforme a la Tradición, la prohibición para las mujeres de ser ordenadas sacerdotes (L’Osservatore Romano, 30.05.1994), debemos decir que esta providencia es totalmente válida porque corresponde a la doctrina y a las intenciones de la S. Iglesia de siempre: validez en el sentido sustancial y no meramente formal. En cambio, cuando el mismo Pontífice declara estar incurso en la excomunión ipso iure un Obispo fidelísimo al primado romano, cuyo deseo, a causa del avance de la edad, fue el de consagrar Obispos para mantener viva una Fraternidad Sacerdotal irreprensible en cuanto al dogma y a la disciplina eclesiástica, dedicada a la formación de sacerdotes con el fin de socorrer a las almas en estado de grave necesidad general, entonces hablamos de providencia inválida en el plano sustancial, prescindiendo de lo formal, que aquí no es examinado (constituido de conformidad a cuanto se establece en los cánones del C. D. C., que excluían de todos modos la posibilidad de una excomunión ipso ire). Inválida, y por consiguiente sin peso, porque tomada según un espíritu modernista, dado que quiere excluir de la Iglesia católica a los defensores de la Tradición, con imputaciones completamente infundadas, no sólo teológicamente, sino también en cuestión de estricto derecho, y los quiere excluir por culpables de no aceptar el concepto de Tradición “viviente” (o sea, modernamente entendido) profesado por Juan Pablo II y otros miembros de la jerarquía actual.
            Negar validez a las “penas y censuras” irrogadas con “espíritu modernista” por la autoridad vaticana no significa por ello negar la legitimidad de esta autoridad en cuanto tal, y por lo tanto, con esta negación no se comete cisma alguno. Significa solamente declarar inaceptable e inválido cada acto de la autoridad que se  muestre (y hoy lamentablemente ocurre) contrario a la conservación del dogma de la fe. Y entre estos actos están seguramente incluidas las “penas y censuras” infligidas a Monseñor Lefebvre a partir de la supresión del Seminario de Ecône, ilegal desde el punto de vista formal, al extremo de deber considerarse nula, causada nada menos que por la aversión en la confrontación de la Tradición y la sana doctrina. Por no hablar de la sucesiva suspensión a divinis, invalida porque no se quiere tener en cuenta el estado de necesidad en que se hallaba Monseñor Lefebvre como consecuencia de la ilegítima suspensión de Ecône.
La historia por tanto, se repetía, y en el mandato de Ecône no se podía no remarcar la verdad en forma de un principio general (inválidas las penas y censuras infligidas o declaradas por la autoridad cuando lo son según la intención de los herejes o sea los neomodernistas, paladines de un concepto falso de la Tradición), principio que implica en el caso concreto, la invalidez a priori de las “penas y censuras” ya infligidas o a infligirse o declararse según esa misma intención en confrontación con Monseñor Lefebvre o los obispos consagrados por él.
            Esta intención afectada de modernismo resalta de manera explícita en el motu proprio Ecclesia Dei Adflicta del 2 de julio, donde se acusa a Monseñor Lefebvre de haber arribado a un acto que podía considerarse cismático, por no haber comprendido suficientemente “el carácter viviente de la Tradición”: “quandoquidem non satis respicit indolem vivam eiusdem traditionis[3]. Como sabemos, en el lenguaje del neomodernismo, la tradición “viva” o “viviente”, es la tradición entendida como en la “Nueva Teología” o neomodernismo, no la tradición tal cual la ha constituido y entendido el Magisterio de la Iglesia en diecinueve siglos. La “tradición viviente” deriva de un concepto dinámico, en verdad evolutivo, (deducido del pensamiento moderno, no de la Iglesia), que se aplica al dogma, cuyo contenido ya no es más inmutable sino actualizado a los tiempos. Así, en la Lumen Gentium, en el ya citado párrafo 8, se ha adaptado el concepto de Iglesia a las exigencias del ecumenismo, negando lo que la misma Iglesia siempre ha sostenido sobre Ella por diecinueve siglos, y esto es, que la Iglesia católica, con el vicario de Cristo a la cabeza, es la Iglesia de Cristo y sólo Ella lo es, en tanto que las denominaciones cristianas que, a causa de cisma o herejía se han paulatinamente separado de Ella, no lo son. Un trastorno similar se quiere hacer creer que esté en armonía con la tradición, haciendo pasar por verdadera tradición católica una nueva idea de tradición, “viva”,  “viviente” o como se quiera decir, o bien comprensiva de adaptaciones del dogma a las falsas verdades de los herejes y los cismáticos.
            El mandato de Ecône concluye con la motivación explícita, oficial, de la consagración:
            “«En cuanto a mí, ya estoy ofrecido en libación, y el tiempo de mi disolución es inminente» (2 Tim., IV, 6). Siento a las almas suplicarme que le sea dado su Pan de Vida, que es Cristo. Por este motivo, movido a compasión por esta multitud, tengo el deber muy grave de transmitir mi gracia episcopal a estos queridísimos sacerdotes, para que puedan también ellos conferir la gracia sacerdotal a numerosos y santos clérigos, formados según las santas tradiciones de la Iglesia católica. Según este mandato de la Santa Iglesia Romana siempre fiel, nosotros escogimos a los cuatro sacerdotes aquí presentes como obispos de la Santa Iglesia Romana para que sean auxiliares de la Fraternidad Sacerdotal San Pío X [siguen los nombres de los electos]”[4].
            Se trata de un texto clarísimo. A causa del estado de necesidad en el que había llegado a encontrarse [la Iglesia][5], Monseñor Lefebvre debetransmitir su gracia episcopal” sin más demora a otros sacerdote, satisfaciendo las legítimas expectativas de lo seminaristas y de los fieles, para la salvación de sus almas. A los obispos nombrados por él les ha dado por lo tanto sólo el orden con sus poderes para que puedan ser “auxiliares” de la Fraternidad.
            Monseñor Lefebvre se mostró así coherente con la postura asumida y mantenida por él desde largo tiempo. En la carta dirigida a los futuros obispos, ya preparada el 28 de agosto de 1987, en la cual los invitaba a asumir esta grave responsabilidad, se decía de manera explícita que les transmitía sólo la potestad de orden: “el objeto principal de esta transmisión [de mi gracia episcopal N. D. R] es el de conferir la gracia del orden sacerdotal para la continuación del verdadero sacrificio de la Santa Misa y para conferir la gracia del sacramento del crisma a los niños y a los fieles que se lo requieran[6]. Por consiguiente, ninguna jerarquía paralela ninguna potestad de jurisdicción territorial, una jurisdicción únicamente supplita ad actum, según requerimiento de las ánimas en estado de necesidad.
            Todavía más importante, para demostrar la coherencia y buena fe de Monseñor Lefebvre, es todo lo escrito por él en la carta al Papa del 20 de febrero de 1988, durante las negociaciones para el acuerdo después no realizado:
            “2. La consagración de Obispos para sucederme en mi apostolado parece indispensable [Omissis].
            Este punto n. 2 es el más urgente [del borrador del acuerdo N. D. R.] dada mi edad y mi cansancio. Hace ya dos años que no he ido a hacer las ordenaciones del Seminario de los Estado Unidos. Los seminaristas aspiran ardientemente a ser ordenados, pero mi salud no me permite más atravesar los océanos.
            Por ello suplico a Su Santidad resolver esta cuestión antes del 30 de junio de este año.
            En las relaciones de Roma y de su sociedad [la Fraternidad S. Pío X, N. d: R.] estos obispos se encontrarían en la misma situación en la cual se encontraban los obispos misioneros en las respectivas relaciones de la Propaganda [Fide, N. D. R.] y de su sociedad [Congregación, N. D. R.]. En lugar de una jurisdicción territorial, tendrían una jurisdicción sobre las personas[7].
            De este texto resulta claramente el estado de necesidad (aún personal) en que se encontraba Monseñor Lefebvre: resulta de hechos precisos, de los impedimentos que la edad y la salud representaban de ahí en adelante para el cumplimiento de sus deberes de apostolado. Pero lo que más nos interesa es la definición que él da de la jurisdicción de los futuros obispos. Se trata de un concepto nítido, que no muestra ninguna voluntad de cisma, ni siquiera disimulada. Él se inspira en la figura, admitida en la costumbre de la Iglesia, del “obispo misionero”: un prelado privado de jurisdicción territorial, con una jurisdicción sólo sobre las personas, y éstas no serían predeterminadas por la pertenencia al territorio de una diócesis; pero serían sólo aquellas que de vez en cuando se calificarían frente al obispo como necesitadas de un acto de su poder de orden.
            Al proponer esta figura de Obispo al santo Padre, Monseñor Lefebvre se mostraba completamente respetuoso de las competencias y de las exigencias, desde el momento en que no pedía para sus obispos una competencia que excediera la exigencia a la cual ellos debían corresponder.
            En el mandato de Ecône, Monseñor Lefebvre, ¿se mantuvo fiel a esta posición? Al ciento por ciento, habiendo conferido a los obispos consagrados por él sólo el poder de orden. Es verdad que los obispos consagrados en Ecône no pueden considerarse idénticos a los obispos “misioneros”. Por dos motivos: porque estos últimos reciben su jurisdicción del Papa, y porque ella no se ejercita en estado de necesidad. Pero bajo el perfil sustancial se puede decir que los obispos “auxiliares” de la Fraternidad son perfectamente misioneros, porque han recibido (únicamente) una potestad de orden a ejercerse con una jurisdicción suplida in actu, acto por acto, sobre las personas[8].

3.9 Cisma en sentido formal, virtual, desobediencia legítima

            Del análisis del mandato leído en Ecône con ocasión de las consagraciones no resulta, por consiguiente, ninguna voluntad cismática: la voluntad de instituir una jerarquía paralela no se transparenta de manera alguna ni de las palabras ni de las acciones de Monseñor Lefebvre, y se sabe que, a continuación de las ordenaciones, él no ha conferido jamás alguna “misión canónica” (y se sabe igualmente que los cuatro obispos que consagró nunca se han comportado, en estos diez años, como si fueran titulares de Diócesis).
            La acusación de cisma en sentido formal contenida en los documentos del Vaticano, se basa, por fuerza, solamente en el texto del mandato de Ecône, y sobre el acto que representa. Lo que significa que el acto de la consagración, cumplido (por necesidad) contra la voluntad expresa del Papa, ese acto de desobediencia, ha sido considerado cismático en cuanto tal, en contra de los principios aceptados, según los cuales, como se ha visto, hay que distinguir siempre entre la desobediencia y el cisma. Esto resulta claramente del decreto del Cardenal Gantin, quien habla de acto por su naturaleza cismático, y del motu proprio Ecclesia Dei, ya citados. Para este último, la consagración sin mandato es en sí misma un acto de desobediencia (“in semetipso talis actus fuit inobedientia adversus R. Pontificem”); con todo, esta desobediencia, refiriéndose a una materia muy grave, que atañe a la unidad de la Iglesia en la sucesión apostólica, comporta (infert) un verdadero rechazo (vera repudiatio) del Primado Romano, y por este motivo se debe considerar un acto cismático: “Quam ob rem talis inobœdentia actum schismaticum efficit”: “por este motivo (porque niega la unidad de la Iglesia: n.d.l.r.) esta desobediencia se traduce en un acto cismático”.
            El sentido del texto parece muy claro: esta desobediencia implica – a causa de su gravedad – una negación del primado de Pedro, pone en discusión la unidad de la Iglesia, debe ser considerada cismática. Es, en suma, la cualidad atribuida a la desobediencia lo que la hace considerar como cismática. Nos encontraremos entonces frente a un acto cismático en sentido objetivo, que se revelaría tal por la sola cualidad supuesta del acto (que en sí mismo no es cismático), aún en ausencia de declaraciones de voluntad y de actos ulteriores, necesarios para la existencia del cisma en sentido formal.
            Parece casi superfluo señalar que ese concepto de cisma es totalmente desconocido por el derecho canónico como por la teología. La Santa Sede habría, por consiguiente, innovado con relación al derecho vigente, aplicando contra Monseñor Lefebvre una noción de cisma en sentido formal que no es la admitida por la doctrina ni por el Código. Y esta nueva noción de cisma es inaceptable porque no hace distinción entre desobediencia y cisma – y por lo tanto, entre desobediencia legítima e ilegítima – interpretando, como de hecho lo hace, un acto de desobediencia como un acto en sí mismo cismático.
            Pero, ¿puede existir un cisma en sentido puramente objetivo?, es decir, ¿puede haber un cisma en ausencia de una voluntad declarada en ese sentido y faltando la intención de una jerarquía paralela, mediante una “missio canónica “ilegítima”? Ningún canonista y ningún teólogo admitirían la existencia de un cisma así concebido. Es cierto que el Código de Derecho Canónico, no define el acto cismático específico sino únicamente el concepto de cisma, refiriéndose en sustancia a Santo Tomás, pero esto no significa que la Santa Sede pueda literalmente inventar una nueva categoría de acto cismático que además es opuesto a lo que la doctrina ha sostenido siempre.
            Naturalmente, el Papa, legislador supremo y primer doctor de la Iglesia, tiene el poder de innovar en lo que respecta al Código. Sin embargo, él debe decirlo, es decir, que debe establecer una nueva forma de delito (el cisma objetivo o la desobediencia sólo objetivamente cismática, si se puede así decir) con los procedimientos oportunos; no se puede introducir “de contrabando”[9] como si se tratara de la mera aplicación del derecho vigente. El hecho de que el Código no defina el acto cismático no significa que la autoridad suprema pueda establecer, de hoy para mañana, y sin crear nuevas normas ( y por consiguiente sin asumir las responsabilidades legislativas de ello), que un acto determinado deba considerarse cismático “por su naturaleza”; significa, al contrario, que el Código remite, para la determinación del acto cismático, a la doctrina consolidada – canónica y teológica – y a la práctica de la Iglesia en el curso de los siglos. Y la autoridad suprema no puede ignorar esa remisión sin caer en la acción arbitraria.
            ¿Cuál es entonces la noción “consolidada” de cisma en sentido formal? El Código de Derecho Canónico en el canon 751 tantas veces citado, define el cisma como “la sustracción a la sumisión al Soberano Pontífice o a la comunión con los miembros de la Iglesia que les están sometidos[10].
            El cisma consiste, pues, en sustraerse a la sujeción al Papa o a la comunión con los miembros de la Iglesia que le están sometidos. Esta sustracción da vida a una separación del cuerpo de la Iglesia y representa una ruptura a su unidad. Conviene señalar que, en el plano conceptual, se puede tener también un cisma sustrayéndose sólo a la comunión con los miembros de la Iglesia que están sometidos al Papa sin sustraerse al mismo tiempo a la sujeción al Papa o viceversa. El pecado de cisma es contra la caridad, porque “directe et per se opponitur unitati”, dado que no de forma accidental sino por su naturaleza “intendit se ab unitate separare quam caritas facit” (trata de separarse de la unidad que la caridad produce). Los cismáticos son aquellos que, violando el mandamiento de la caridad, se separan de la Iglesia “propria sponte et intentione” (por propia voluntad e intencionadamente). Y la unidad de la Iglesia debe entenderse de dos maneras unidas entre sí: “en la conexión recíproca de los miembros de la Iglesia” y “en el hecho de que Cristo “es la cabeza del cuerpo de la Iglesia” (Col. II, 18). El Jefe “es el mismo Cristo, cuyo vicario es el Soberano Pontífice”. Es por ello que “son llamados cismáticos los que rehúsan estar sometidos al Soberano Pontífice y también estar en comunión con los miembros de la Iglesia a él sometidos[11] dice Santo Tomás. Él nos da, pues, el concepto de cisma tal como lo encontramos todavía hoy en el Código de Derecho Canónico.
            El cisma es un tipo particular de pecado (peccatum speciale), que exige requisitos propios. No puede ser reducido a la desobediencia como tal, como querrían algunos, estando ésta última en la base de todo pecado: “en todo pecado el hombre desobedece los preceptos de la Iglesia, dado que el pecado, como dice San Ambrosio, es «desobediencia hacia los mandamientos del Cielo». Entonces todo pecado es cisma”[12]. En su refutación a tal objeción, Santo Tomás nos lleva hacia el razonamiento siguiente inobjetable: en la desobediencia que da vida al cisma debe haber “rebelio quædeam”, debe manifestarse una rebelión, la cual debe resultar del hecho de “despreciar obstinadamente las enseñanzas de la Iglesia y rehusar someterse a su juicio. En todo pecado no hay esta actitud. Por lo tanto no todo pecado es cisma[13]. Por consiguiente, el cisma es pecado “especial” o particular o específico – como se quiera – que no puede ser asimilado a otro pecado, de acuerdo con el principio que afirma que en todo pecado hay una desobediencia. Para Santo Tomás, el cisma debe ser caracterizado por la “rebelión”. Expresándose en una “rebelión”, se trata de desobediencia ilegítima (si la desobediencia es legítima, entonces ya no hay rebelión). El pensamiento teológico medieval (y más allá) es concorde con este punto: “Los teólogos de la Edad Media, por lo menos los de los siglos XIV; XV y XVI, adhieren a poner de relieve que el cisma es una separación ilegítima de la unidad de la Iglesia; de hecho, afirman que podría haber una separación legítima, como en el caso de aquél que rehuse obedecer al Papa si éste le ordena una cosa mala o injusta (Turrecremata)”[14]. En este caso, como en la excomunión injusta habría una separación de la unidad puramente exterior y putativa[15].
            La doctrina ha elaborado, pues, el concepto de cisma como rechazo ilegítimo de sumisión y de comunión. Ese rechazo se caracteriza por un acto (o actos) en el cual (o los cuales) se manifiesta categóricamente una desobediencia ilegítima (rebelión) hacia la autoridad, se manifiesta claramente la intención del sujeto agente de negar concientemente la sumisión y la comunión sobre las cuales se funda la unidad de la Iglesia. En otro caso, el cisma es virtual, es decir, está presente en la intención pero no todavía realizado en la acción, no concretado en una separación efectiva. Y puede ya constituir un pecado, aun si no recae en el cuadro de las normas del Código de Derecho Canónico.
            Con la noción de cisma virtual no sólo se entiende la actitud o la intención del cismático en potencia, sino también un comportamiento que revela objetivamente una no-participación en la comunión con los miembros de la Iglesia aún en ausencia de cisma efectivo en sentido formal. Este comportamiento, que muestra una separación de hecho, revelaría una situación de cisma virtual. Según el P. Murray, en la citada entrevista a The Latin Mass, esa sería la situación de los sacerdotes de la Fraternidad y de los católicos que frecuentan la Misa tridentina en las iglesias y capillas de la Fraternidad. Ellos no pueden definirse como cismáticos en sentido formal (el P. Murray niega – lo hemos dicho – que Monseñor Lefebvre pueda ser considerado cismático en sentido formal), pero sin embargo, deberían ser considerados como separados de la Iglesia oficial y por consiguiente, cismáticos en sentido virtual, canónicamente no condenables pero teológicamente reprensibles[16].
            Como veremos, esta apreciación es para nosotros totalmente errónea. Es necesario recordar, por el contrario, que el concepto de cisma virtual se emplea también en otro sentido, en conexión con la herejía. Ésta es pecado contra la fe, mientras que el cisma es pecado contra la caridad, y no obstante se implican uno al otro[17]. Así, se podrá profesar un error doctrinal grave que en sí mismo implica una separación virtual de la Iglesia. Esa es, en sustancia, la acusación dirigida por Monseñor Lefebvre a la jerarquía que lo excomulgaba como cismático: afectada por herejías neo-modernistas, la jerarquía actual debe considerarse como virtualmente excomulgada porque los modernistas han sido formalmente excomulgados por San Pío X[18]. Aplicando este concepto, debemos decir que, en tanto afectada por un grave error en lo que respecta a la exacta noción de Iglesia (nos referimos de nuevo al párrafo 8 de Lumen Gentium), error que rompe de por sí la unidad con la doctrina enseñada durante casi veinte siglos por la Iglesia sobre la Iglesia, la jerarquía actual se ubica fuera de la Iglesia de siempre, se ponen en una posición de cisma virtual.
            Dejemos de lado ahora el cisma en sentido virtual y volvamos al punto decisivo para el concepto de cisma en sentido formal: la noción de acto cismático. Resumiendo a Santo Tomás, Congar lo esboza como sigue: “El acto cismático es entonces ese mal acto que tiene directa, precisa y esencialmente como objeto específico una cosa contraria a la comunión eclesiástica, es decir, a la unidad que, entre los fieles, es el afecto particular de la caridad. Un acto, en efecto, se caracteriza por el objeto hacia el cual tiende en sí, por el hecho mismo de lo que él [el acto, n.d.r.] es. Un acto mostrará entonces la cualidad de acto cismático cuando, por su misma naturaleza, tienda a la separación para con la unidad espiritual fruto de la caridad[19].
            El acto cismático es, por consiguiente, y no puede no serlo, el que tiene como propósito “directa, propia y esencialmente” (no se habla, pues, de una aproximación indirecta) la ruptura de la unidad eclesiástica. Y para que se pueda decir que un acto tiene ese propósito, es necesario un signo seguro, dado no por la desobediencia como tal, sino por la “voluntad de constituir por su cuenta una Iglesia particular” según la límpida fórmula de Santo Tomás: “dicuntur enim schismatici qui concordiam non servant in Ecclesiæ observantiis, volentes per se Ecclesiam constituere singularem[20]. No basta “no conservar la concordia”, la sola desobediencia tampoco es suficiente, es necesaria la voluntad manifiesta de constituirse como Iglesia separada. El acto cismático por excelencia no será entonces aquel que se limita a la simple desobediencia (como una consagración sin mandato); será, por el contrario, aquél que instituya la jerarquía de una Iglesia paralela con la missio canonica. Este acto apunta seguramente a la “separación de la unidad espiritual fruto de la caridad”. He aquí un signo certísimo. Con este acto se tiene el cisma en sentido formal porque con él uno se sustrae formalmente a la sumisión al Papa negando su autoridad como soberano Pontífice, es decir, como jefe de la Iglesia universal: “ut summus pontifex”[21]. Como lo hizo el desdichado Enrique VIII de Inglaterra, quien se puso libremente como jefe de una iglesia nacional pretendida “católica”, con su propia jerarquía nombrada por él, después de haber rebajado (¡!)  la autoridad del Papa a la de simple obispo de Roma (sesión del Parlamento inglés del 3 de noviembre de 1534).
            Sin el acto cismático, sin la “missio canonica”, no puede haber cisma en sentido formal. ¿Y cuándo puede haber cisma en sentido virtual? Seguramente no cuando se tiene una separación exterior impuesta por la necesidad: es necesario que haya una efectiva voluntad de cisma todavía no realizada. Y este no ha sido ciertamente el caso de Monseñor Lefebvre, de sus sacerdotes y de los fieles que frecuentan la “Santa Misa de siempre” en los lugares de culto de la Fraternidad. Contra la opinión del P. Murray, sostenemos que es totalmente inexacto hablar respecto de ellos, de cisma en sentido virtual. Faltan de su parte los signos de cualquier voluntad de cisma: la separación no expresa una voluntad de ese tipo sino que es impuesta por el estado de necesidad. No es deseada, pero es sufrida. Es el precio a pagar para poder celebrar una Misa no ambigua (como por el contrario lo es la misa de Pablo VI), seguramente católica, que conserva el rito romano que se remonta a los primeros siglos del Cristianismo, y para poder administrar los sacramentos, como por ejemplo la confirmación, con un rito ciertamente católico. Es el precio que se debe pagar para asistir a esta Misa y poder recibir esos sacramentos. Es el precio a pagar por ser fieles a la Iglesia de siempre.
Es una separación de hecho de la Iglesia oficial, provocada por esta última, porque ella impide a los que lo desean el poder celebrar y frecuentar la santa Misa Tridentina sin deber previamente reconocer, contra su conciencia, la “rectitud doctrinal” del rito protestantizado de Pablo VI y porque el ambiente de la sociedad eclesiástica oficial y de los mismos fieles está gravemente corrompido por el modernismo en todas sus diversas formas – teológicas, morales, políticas – al punto de poner en grave peligro la fe del católico que fuera obligado a frecuentarlo (ver §1 del presente trabajo; o “Courrier de Rome”, julio/agosto de 1999). Un católico que considere la salvación de su alma como la cosa más importante para él, y que no puede en consecuencia, tener nada que hacer con los sacerdotes de la jerarquía actual, ni con los laicos que gravitan a su alrededor, siendo su fe corrompida o, en el mejor de los casos, incierta, a ese católico, coaccionado por un estado de necesidad monstruoso que le hace vivir en un régimen tal de separación, ¿deberemos definirlo como un cismático virtual?
Si él es cismático virtual, entonces también eran cismáticos virtuales aquellos que se mantuvieron separados de los arrianos cuando éstos estaban en posición dominante en la Iglesia oficial de la época. Se deberá también considerar a San Atanasio como un cismático virtual. Y que esta separación existió, aún en ausencia de un nuevo rito de la Misa, lo prueba la famosa frase que está allí para revelárnosla, y que es también un grito de batalla: “Ellos (los arrianos) tienen las iglesias, nosotros tenemos la fe”.
Ningún cisma virtual, pues, para los sacerdotes de la Fraternidad San Pío X y para sus fieles que escuchan sus enseñanzas en sus sermones, los ejercicios espirituales, los catecismos, y que se benefician con su ministerio. Su posición es simplemente la de quien, a causa del estado de necesidad, está constreñido a una momentánea desobediencia legítima.
Es, de hecho, una desobediencia legítima desobedecer la orden implícita y explícita de considerar doctrinalmente correcto el Concilio Vaticano II, comportándose en consecuencia; y también desobedecer la orden de frecuentar la misa de Pablo VI, protestantizante, y por consiguiente, no desagradable a los herejes ni aún a los no cristianos. La desobediencia legítima siempre ha sido admitida por los teólogos cuando la autoridad católica legítima ordena hacer cosas contrarias a la fe, o que, de toda forma, ponen en peligro la salvación del alma. Hemos recordado el muy alto punto de vista de Turrecremata. Y que la “separación motivada en las orientaciones de la jerarquía pro tempore”, que están en contradicción con el magisterio de siempre no equivale de ninguna manera “a la separación con la Iglesia” (sino sólo a la separación del error desgraciadamente profesado por la jerarquía pro tempore), ha sido ampliamente repetido e ilustrado en nuestro ya citado artículo “Ni cismáticos ni excomulgados” al cual remitimos[22].
Esta desobediencia es seguidamente concebida por los que están obligados a practicarla, como una desobediencia temporaria, porque es impuesta por el estado de necesidad, que durará tanto como dure la crisis de la Iglesia. Y un día (es de fe: “portæ inferi non prevalebunt”) la crisis terminará, la jerarquía volverá a la sana doctrina, y el estado de necesidad desaparecerá con su deber de desobedecer las órdenes ilegítimas de la autoridad formalmente legítima.

3.10. El cisma imaginario
           
            El cisma declarado contra Monseñor Lefebvre no entra pues en ninguna categoría conocida y reconocida de cisma. Este no es cisma en sentido formal; no puede existir en el sentido virtual. El juicio de condenación de la Santa Sede está construido sobre una seudo-categoría tanto en el plano teológico como en el jurídico. Nos encontramos frente a un auténtico monstruo.
             Pero no tiene buen arbitrio quien no busca darse una apariencia de buen derecho por medio de algún razonamiento que parezca tener un fundamento. En nuestro caso ¿cuál puede haber sido el razonamiento? Pueden haber sido dos:
            1) Primer razonamiento. Puesto que en la base del nuevo concepto de colegialidad aprobado por el Concilio Vaticano II se debe considerar que los obispos, en el acto de su consagración reciben también, simultáneamente, el poder de jurisdicción (cn. 375 §2 del Código de Derecho Canónico vigente), se sigue que una consagración sin mandato sería ipso facto cismática. De hecho, en las consagraciones sin mandato, el sujeto agente les conferiría ipso facto, sin mandato también, el poder de jurisdicción[23]. Pero si se da también el poder de jurisdicción, entonces hay cisma. La ausencia de atribuciones del poder de jurisdicción por parte de Monseñor Lefebvre no habría logrado entonces evitar objetivamente el cisma, a causa de lo prescripto en el canon 375 §2 citado.
            Este argumento es totalmente inaceptable. ¿Cuál es, de hecho, la lógica del canon 375 §2? Contiene dos proposiciones, una principal y una relativa, que depende de la principal. La principal declara: “Los obispos reciben en la misma consagración, con el oficio de santificar, igualmente los oficios de enseñar y gobernar[24].
            La disputa plurisecular de saber si en el acto de su consagración el obispo recibe también ipso facto el poder de jurisdicción, parece haber sido resuelto por el presente Código de Derecho Canónico en sentido favorable a las tesis que sostienen el ipso facto. En esto, el Código ha aplicado expresamente las directivas del Concilio Vaticano II, tales como resultan de Lumen Gentium §21 y del Decreto Christus Dominus §23[25]. El texto del §21 de la Lumen Gentium es repetido textualmente por el Código. No obstante, el canon prosigue con la siguiente proposición relativa que está también en los textos del Concilio: “los cuales (oficios, n.d.r.) sin embargo, por su naturaleza, no pueden ser ejercidos sino en comunión jerárquica con el jefe y con los miembros del Colegio[26]. El texto distingue entonces, entre los poderes recibidos con la consagración, y su ejercicio. Aquí hay una diferenciación tradicional, la que existe entre la “titularidad” de un derecho (= poder) y su ejercicio[27]. ¿Y cómo debe realizarse este ejercicio? ¿Sería dejado a la libre determinación del obispo consagrado, de modo que no haya necesidad de algún acto que lo autorice? No. El ejercicio de los “munera” episcopales debe llegar “en comunión jerárquica con el jefe y con los miembros del Colegio”, es decir, en comunión con el Papa y los miembros del Colegio de Obispos. Esto significa prácticamente, como se recuerda en la nota previa a la Lumen Gentium, que esos poderes pueden ejercerse solamente “iuxta normas a suprema auctoritate adprobatas”. Lo que significa que la comunión es “jerárquica”, y requiere para su realización el respeto de las competencias garantizadas por la missio canonica, reclamada expresamente en el §24 de la Lumen Gentium.[28].
            No discutiremos aquí el mérito de la concepción semiconciliarista (y por tanto errónea) de la colegialidad que el Concilio Vaticano II ha intentado introducir[29]. Lo que nos interesa ahora, es poner de relieve el siguiente punto: el poder de jurisdicción del obispo también tiene siempre necesidad de la missio canonica para ser ejercido – missio que no ha sido para nada abolida por el nuevo Código – lo que significa que la missio es siempre indispensable para la institución de una jerarquía. Y dado que el cisma en sentido formal consiste, como lo hemos visto, en separarse para instituir la jerarquía de una Iglesia paralela, para que haya cisma es necesaria siempre una “missio canonica” ilegítima. Con el régimen establecido por el Concilio Vaticano II la calificación de “missio canonica” está cambiada: de acto que confiere un poder (de jurisdicción) se ha convertido en acto que confiere el ejercicio de un poder, el cual estaría ya intrínsecamente presente en el obispo “ex consagratione” (por el hecho de la consagración).  Pero en lo que corresponde al concepto de cisma nada cambia por que la “missio” sigue siendo siempre el acto cismático por excelencia, confiriendo ella sola el ejercicio de ese poder de jurisdicción gracias a la cual toma forma una jerarquía paralela. Entonces, en ausencia de este acto, como en el caso de las consagraciones efectuadas por Monseñor Lefebvre, aún desde el punto de vista del ordenamiento en vigencia no hay cisma.
            Y llegamos al segundo razonamiento posible. 2) Las condenas declaradas contra Monseñor ponen de relieve cómo, más allá de haber obrado sin mandato, él habría procedido contra la voluntad expresa del Papa, quien el 29 de junio de 1988 le había pedido “paternal y firmemente” aplazar las consagraciones. Una ordenación sin mandato no es necesariamente contra la voluntad del Papa. Si hay un estado de necesidad a causa del cual no es posible obtener el mandato, se puede proceder a la consagración confiando en el hecho de que el Papa aprobará post factum. Esto es lo que ha pasado con los obispos ordenados en la clandestinidad bajo los regímenes comunistas.
            En el caso de las consagraciones de Ecône se produjo el hecho, más que raro, de una invitación (en realidad una advertencia) del Papa para no hacerlas, advertencia comunicada la víspera de la fecha ya fijada para la ceremonia. Es por ello que, respecto de Monseñor, pesa la doble acusación de haber actuado no sólo sin autorización, sino también contra la voluntad formal del Papa. Esta manera de actuar también contra la voluntad formal del Papa, ¿influye en la determinación de la naturaleza delictuosa del hecho reprochado a Monseñor? Parece que no precisamente. En lo que corresponde a la desobediencia tampoco parece que para el Código de Derecho Canónico esto constituya una circunstancia agravante. Y de hecho, con relación a la “desobediencia” de Monseñor, nada ha sido invocado además del canon 1382 (muchas veces citado, y que pena la consagración sin mandato). Uno se pregunta pues, si el hecho de haber obrado contra la voluntad del Papa puede haber hecho que la acción en sí misma haga un tal cambio brusco de cualidad, que le confiera la naturaleza de acto cismático. Este podría haber sido el “razonamiento”. Se habría creado así una nueva forma de cisma (¡mediando la declaración de una censura ipso iure!) que se revelaría así formada, o, mejor dicho, armada[30]: 1. por la consagración sin mandato + 2. contra la voluntad expresa del Papa. Y es precisamente semejante monstruosidad jurídica y teológica la que ha sido insinuada en el espíritu de los fieles sencillos: “¡él ha desobedecido la voluntad expresa del Papa; luego es cismático!”.
            El hecho de que, además de la ausencia de mandato, haya habido también una voluntad negativa expresada por la autoridad competente, no cambia la cualidad del acto delictivo, que sigue siendo siempre un acto de desobediencia, por su naturaleza, no cismático. No es por nada que el Código – esto no debe ser olvidado jamás – lo contiene en un canon muy diferente del que establece la pena por el cisma, y que la unión entre las dos formas no es posible sobre la base de otros cánones, según el principio de la interpretación sistemática[31]. Lo que hace convertirse en cismática a la consagración no es, como debería en adelante ser claro, la ausencia de un mandato sino su conjunción con una “missio canonica” ilegítima. Y no lo es una declaración de la autoridad competente, quien, al lado de la ausencia del mandato, manifiesta también que la voluntad de aquél que debía acordarla es contraria. La presencia de esta declaración de voluntad puede constituir como máximo, una circunstancia agravante para el sujeto desobediente, pero sólo en el fuero interno, desde el punto de vista moral, desde el momento en que el Código de Derecho Canónico no la considera entre las circunstancias agravantes posibles (en todo caso, ello podría considerarse una circunstancia agravante si se tratase de infligir penitencias).
            Luego, en el caso de Monseñor Lefebvre, no creemos que se pueda admitir la existencia de una circunstancia agravante de éste género, desde el momento que se obraba en estado de necesidad. El estado de necesidad hace justicia a toda circunstancia agravante de este tipo, porque la falta de voluntad de la autoridad legítima (lo que el profesor Amerio llama desistencia sistemática) para cumplir determinados actos necesarios para la conservación de la sana doctrina y la salvación de las almas, es en un determinado sentido, precisamente, la causa mayor de la necesidad en la cual el prelado fiel al dogma llega a encontrarse (fiel al dogma y con responsabilidades puntuales respecto de las almas de los seminaristas, los sacerdotes y los fieles). Que esa falta de voluntad en la autoridad sea implícita o manifiesta, o bien que se exprese bajo forma de prohibiciones, es irrelevante en lo que respecta a la acusación imputada a Monseñor. Se trata siempre de simple desobediencia, realizada, sin embargo, por causa de fuerza mayor y, por consiguiente, no imputable.
            En todo caso, el hecho de que sea manifestada bajo la forma de prohibición de un acto en sí legítimo y necesario para la salvación de las almas, no puede haber dado lugar en manera alguna a una nueva figura de cisma en sentido formal.
            De la circunstancia excepcional en la que Monseñor Lefebvre ha debido actuar aún contra la voluntad expresada por el Papa, se han querido extraer a todo precio consecuencias indebidas. De hecho, se ha querido sostener que su acto, precisamente por esta circunstancia excepcional, no se limitó a violar sólo la “ley eclesiástica” sino que ha representado una “ruptura de la tradición”. Razón por la cual debería ser considerado como “intrínsecamente malo”, y, por lo tanto, totalmente “injustificable”. Monseñor Lefebvre se habría hecho culpable “del acto intrínsecamente malo de una consagración episcopal contra la voluntad del Papa”[32]. Si estas afirmaciones correspondieran a la verdad, estaríamos en presencia de un nuevo tipo de delito, derivado de una interpretación completamente nueva de la categoría de los “actos intrínsecamente malos”. Pero se trata de una interpretación insostenible. En realidad, la teología moral nos enseña que el acto intrínsecamente malo es aquél que está prohibido porque es malo y no malo porque está prohibido. Se trata de un acto que es un mal en sí mismo según la “ley natural negativa” que prohíbe hacer, aún con peligro de su vida “quod in se et intrinsecus malus est”, lo que en sí e intrínsecamente está mal. Por ejemplo: blasfemar, perjurar, mentir, matar a un inocente[33]. Una desobediencia a una orden de un superior, por grave que ella sea, no puede ciertamente compararse a un acto de esa clase, malo en sí mismo, por su naturaleza, independientemente de la ley que lo castiga. La consagración de un obispo, hecha para la salvación de las almas, según las intenciones de la Iglesia, no es por cierto un acto intrínsecamente malo. Si en la circunstancia particular ella es previamente prohibida, esto significa que a consecuencia de esta prohibición, llega eventualmente a pertenecer a la categoría de actos que son (o llegan a ser) malos porque están prohibidos y no a la de actos malos en sí (aún sin norma que lo castigue) y, entonces, “intrínsecamente malo”.
            La tesis criticada aquí presenta a continuación otro aspecto, rotundamente aberrante: el de ubicar la prohibición expresada por el Papa de realizar la consagración, ¡incluso en el plano del derecho natural! En realidad, si se dice que desobedecer una advertencia pontificia expresamente dirigida a la persona que desobedece es un “acto intrínsecamente malo”, se da a esta advertencia el mismo valor que a la ley natural negativa mencionada más arriba, ya que sólo sus prohibiciones se aplican al acto que es de por sí malo. La amonestación de un Papa es sólo una de las formas en las que se expresa la suma potestad de jurisdicción que él tiene en la Iglesia universal; poder que, aunque fundado en la institución divina de la Iglesia, ciertamente está subordinado a la ley natural creada por Dios, ocupando, en la jerarquía de las fuentes, una posición netamente inferior.
            Además, es insignificante la consideración – que se querría hacernos tomar como de gran importancia – según la cual “ningún teólogo o Concilio” ha sostenido jamás la legitimidad de una consagración episcopal contra la voluntad expresa del Papa[34]. Esta comprobación es evidente: ¿qué teólogo o Concilio habría podido, sostenerla como principio?[35]. Considerando las cosas en forma abstracta, la cuestión no se planteaba igual. Pero el caso es que no se planteó jamás, porque no hubo jamás una situación como la de hoy. Nadie hubiera podido prever una crisis como ésta que causa manifiestamente estragos en la Iglesia desde el Concilio Vaticano II, y que es, tal vez, más grave que la crisis arriana.
            Las tomas de posición de los teólogos y los Concilios, apuntan a resolver problemas del momento, naturalmente a la luz del dogma. El problema en cuestión nunca se había planteado. La experiencia que estamos viviendo ha demostrado, al contrario, que puede presentarse porque esta experiencia ha demostrado que las cúpulas de la Iglesia actual prefieren novedades que contradicen a la Tradición, antes que defender la Tradición contra las novedades y los novadores. En tal situación de novedad absoluta y negativa, no tiene sentido escandalizarse (por lo que jamás había pasado y que no se pensaba que podría llegar a pasar) por la novedad de una consagración que ha debido hacerse contra la voluntad expresa del Papa cuando la voluntad manifiesta del Papa reinante ha sido sistemáticamente volcada hacia la defensa de la novedad del nuevo rito, del nuevo concepto de Iglesia, del nuevo concepto (laicista) de libertad del hombre, en resumen, hacia las múltiples novedades de la Iglesia “conciliar” contra la Tradición.
            Pero los críticos de Monseñor Lefebvre están obligados a sostener tesis “retorcidas” y hasta aberrantes porque quieren hacer decir a los hechos algo que los hechos no demuestran de manera alguna, a saber, que la (supuesta) “maldad intrínseca” de las consagraciones episcopales de Ecône sería tal que haría de ellas “un acto cismático por naturaleza”, según la insostenible tesis de la Santa Sede.





[1]  Cfr. Fideliter n. 65, sept-oct. 1988, pág. 11. Para el texto latino: Fraternité S. Pie X, Boletín Oficial del Distrito de Francia, del 13.8.1988, n. 10, p. 2.
[2]  Fideliter cit. y Boletín cit: “æstimamus omnes pœnas, censuras ab his auctoritatibus prolatas nihil momenti esse”.
[3]  L’Osservatore Romano del 03.07.1988, cit.
[4]  Fideliter cit, Boletín cit.
[5]  Aclaración entre [ ] del traductor.
[6]  Fideliter, número especial del 29-30 de junio de 1988, ciy. El texto de la carta rosigue del siguiente modo: “Los conjuro a permanecer apegados a la Sede de Pedro, a la Iglesia Romana, Madre y Maestra de todas las Iglesias, en la fe católica e integral, expresada en los símbolos de la fe, en el catecismo del Concilio de Trento, conforme a lo que habéis sido enseñados en vuestro seminario. Manténganse fieles en la transmisión de esta fe para que el Reino de Nuestro Señor venga” (subrayado nuestro).
[7]  La Carta fue publicada en Cor Unum 1988, n. 30, páginas 26, 27, 28.
[8]  Los obispos consagrados como “auxiliares” de la Fraternidad no entran tampoco en la categoría del obispo “auxiliar”, sin derecho de sucesión (canon 403 §1 del C. D. C. vigente). Estos últimos gozan de la potestad de jurisdicción sobre el territorio de la diócesis, estando colocados “a latere” del obispo diocesano cuando “no puede personalmente cumplir todos los oficios episcopales, como exigiría el bien de las almas” (Commento cit. pág. 241). Se recuerda también que jurisdictio in actu supplita no es idéntica a la in actu expedita, según el n. 2 de la nota previa intencionada, en la Lumen Gentium, resultando esta última siempre de una misión canónica. Lo que justifica la jurisdiccio supplita in actu es especialmente el estado de necesidad, en particular en el caso de errores graves y herejías que sean difundidas públicamente, y también y sobre todo a causa de la renuncia de la autoridad de la Iglesia oficial. En una situación similar, la necesidad grave de muchos (porque corren grave peligro – y esto es suficiente – de ser seducidos por el error) está equiparada por la doctrina unánime a la necesidad extrema de cada uno (la cual se puede dar en peligro de muerte).
[9]  N. T.: el texto original italiano dice “non può contrabbandarla”.
[10]  Comentario cit., p. 473.
[11]  Suma Teológica II-II, q. 39, a. 1.
[12]  Ídem nota anterior, segunda objeción.
[13]  Ídem n. a. Cfr. “Diccionario de Teología Católica”, palabra “Cisma”, col. 1304.
[14]  Diccionario..”, cit., voz  “Cisma”, col. 1302, Ver también publicaciones del “Courrier de Rome”, “Ni cismáticos ni excomulgados”, pp. 20-21.
[15]  Diccionario de Teología Católica”, voz “Cisma”, ídem.
[16]  “¿Son cismáticos en espíritu? Para mí algunos lo son, según lo que he leído” (“The Latin Mass”, cit. p. 4; “...[la Fraternidad, n.d.r.] puede ser de hecho un movimiento cismático, aunque no punible en los términos del derecho canónico...” (ídem, p. 5). La acusación de cisma virtual parece evidente.
[17]  Suma Teológica, II-II, q. 39, a. 1 cit.
[18]  “No somos nosotros sino los modernistas quienes salen de la Iglesia. En cuanto a decir «salir de la Iglesia VISIBLE», es equivocarse asimilando Iglesia oficial e Iglesia visible... Nosotros bien reconocemos al Papa su autoridad, pero cuando él se sirve de ella para hacer lo contrario de aquello para lo cual le fue dada, es evidente que no se lo puede seguir... ¿Salir, pues, de la Iglesia oficial? En cierta medida, sí, evidentemente. Todo el libro de Jean Madiran La Herejía del siglo XX es la historia de la herejía de los obispos. Es necesario entonces salir de ese ambiente de obispos, si uno no quiere perder su alma”. (Fraternidad San Pío X Boletín Oficial del Distrito de Francia n. 29 del 29.9.88, pág. 7; Monseñor Lefebvre, “La visibilidad de la Iglesia en la situación actual”, págs. 7-9). Y además: “somos condenados por personas que están condenadas y que deberían ser condenadas públicamente... Declaración de cisma: ¿con quién, con el Papa sucesor de Pedro? No, ¿cisma con quién? Con el Papa modernista, sí, cisma con las ideas que el Papa defiende por doquier, las ideas de la Revolución, ideas modernas, sí. Estamos en cisma con eso. No lo aceptamos ciertamente” (Fideliter, número especial del 29-30/junio/1988, cit, pág. 18).
[19]  Diccionario de Teología Católica, voz “Cisma”, cit. col. 1299-1300.
[20]  Citado en el Diccionario.., voz “Cisma”, col. 1301 [el texto está tomado del Comentario al libro IV de las Sentencias, Dis. 13, q. 2, a. 1, a.2; n d. t.].
[21]  Ídem nota anterior, col. 1304.
[22]  Art. cit., págs. 99 y ss., 16 y ss., 22 y ss.
[23]  La tesis es recordada en A Rome and Ecône Hand Book, Holy Cross Seminary, 1997.
[24]  Commento, cit., pág. 226.
[25]  El punto es recordado en Commento, cit., pág. 226-227. Ver también la cuestión en la nota previa a la Lumen Gentium, n.2. Sobre la disputa plurisecular, cfr. Diccionario de Derecho Canónico, voz “Obispos”, col. 569 y ss, col. 571-574. Para una defensa de la posición adoptada por el Concilio Vaticano II y el nuevo Código de Derecho Canónico, ver: W. Bertrans, El poder pastoral del Papa y los Obispos. Premisas y conclusiones teológicas-jurídicas. Herder, 1967, p. 8, 19, 25.
[26]  Comentario, cit., pág. 226.
[27] “Aún admitiendo la comunicación inmediata por Cristo, se reconoce que la jurisdicción episcopal depende, en su ejercicio, del poder supremo del Papa, quien puede determinar su alcance, suspenderla y limitarla” (Diccionario de Derecho Canónico cit., col. 572).
[28] Nota previa a la Lumen Gentium, n. 2, en “Documentos del Concilio Vaticano II”, texto latino-italiano, Padua, 1966, pág. 278.
[29] Remitimos para esto a “La Tradición contra el Concilio. La apertura a la izquierda del Vaticano II”, de F. Spadafora (Roma, año 1989, págs. 177 y ss).
[30]  N.T: el original italiano dice textualmente “...che resulterebbe cosi composta o per meglio dire composita...”, cuya traducción resulta difícil en castellano, siendo el primer sentido que está formada por elementos homogéneos (composér, en francés) y el segundo, formada por elementos heterogéneos (compositer, en francés).
[31]  El hecho ha sido recordado con vigor por el Padre Simoulin, en Valores actuales, cit. (ver nota 78 del presente trabajo).
[32]  “Información...” cit., págs. 47-49.
[33] Noldin, “De Principiis Theologiæ Moralis”, 1911, págs. 202-203; Roberti- Palazzini, “Diccionario de Teología Moral”, Roma, 1954, vox “”Causa excusante” (de la observancia de la ley), pág. 207; G.B. Guzzetti, “Moral General”, Marietti, 1955, t. I, pág. 152.
[34]  “Investigación...” cit., pág 47.
[35]  N. T.: el texto original italiano dice: “...potuto in linea di principio sostenerla?

No hay comentarios:

Publicar un comentario