
Ya estamos en la tercera parte de este interesante y estudio del documento en defensa de Monseñor Lefebvre . Y como decía el eminente diplomático y tradicionalista Dr. Julio Vargas Prada " Lefebvre es invulnerable . Todas las intrigas , conspiraciones falsedades , arbitrariedades , maltratos , persecuciones, calumnias, ofensas, engaños y condenaciones se estrellan contra el espíritu que lo asistió y fortaleció como gran defensor de la Fe , porque ese fue , sin duda alguna , el Espíritu Santo , fuera del cual , como dice la oración "yo no veo otra cosa que engaño y mentira". (El Lefebvrismo no existe . Libro Parte de Guerra - parrf. 18-pag.143 )
Supongo que mostrando las pruebas , podemos hoy resolver que es inocente de lo se le acusaba. Los que todavía persisten sin ni siquiera conocerlo o leer o investigar a fondo el caso, alargan una lengua más larga que la anaconda que envolvió al Concilio Vaticano II.
Marco Antonio Guzmán Neyra | Facebook
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3. 8. El mandato de Ecône
Consideremos ahora con la máxima
atención este documento. La consagración de Ecône tuvo lugar sin el mandatum
(autorización) del Papa previsto en el C. D. C. Y con todo, un mandato
fue leído durante la ceremonia. ¿Con qué derecho? Con el derecho que surge del
estado de necesidad, correctamente entendido:
“¿Tenéis mandato apostólico? – Lo
tenemos. – Que sea leído. – Lo tenemos
de la Iglesia Romana, la cual, en su fidelidad a las santas tradiciones
recibidas de los Apóstoles, nos ordena transmitirlas fielmente, o sea,
transmitir el depósito de la fe a todos los hombres, para la salvación de las almas”[1].
Si las autoridades oficiales de la
Iglesia actual rehúsan su autorización a una consagración episcopal requerida
por el estado de necesidad en el cual caen las almas, a las cuales el clero,
herido por los errores del modernismo, no transmiten más el depósito de la fe,
es totalmente legítimo pensar que la “Iglesia Romana”, que se ha constituido y
mantenido en diecinueve siglos hasta el Vaticano II excluido, “ordene” a
aquellos que se han mantenido fieles al dogma “transmitir fielmente el depósito
de la fe”. ¿Quién ha autorizado, entonces, a Monseñor Lefebvre a consagrar a
los Obispos? La Iglesia católica de siempre, con su Cabeza de siempre, que es
Cristo y no el Papa, que no es sino su Vicario pro tempore. Si el
Vicario, si el gerente terrenal se rehúsa a autorizar un acto requerido por la
pública y general necesidad totalmente consonante con las intenciones de la
Iglesia de siempre, como el representado en las consagraciones de cuatro
Obispos fieles al dogma, plenamente sometidos a la institución pontificia y que
desean estar en comunión con el Papa, es lícito pensar que Ecclesia supplet
iurisdictionem.
Un mandato así concebido
parece totalmente legítimo, no sólo desde el punto de vista teológico, sino
también del canónico, justificándose con el estado de necesidad causado
a las almas por la falta de enseñanza del “depósito de la fe”, sustituido por
los bien vistos “aggiornamientos” y “sincretismos” emanados del Vaticano II.
Después de haber declarado la
Autoridad que confiere el mandato, el texto de Ecône prosigue del siguiente
modo:
“Puesto que desde el Concilio
Vaticano II hasta hoy, las autoridades de la Iglesia Romana están colmadas de
un espíritu modernista, obrando contra la Santa Tradición – «Puesto que les llegará
un tiempo en el que no soportarán la sana doctrina... sino que retirarán el
oído de la verdad para volver a las fábulas» (2 Tim. IV, 3;5), como dice San
Pablo a Timoteo en su segunda carta –, creemos que todas las penas y las
censuras infligidas por estas autoridades no tienen ningún valor”[2].
Lo que se afirma aquí no es un
rechazo al Papa ni un rechazo de comunión con los miembros de la Iglesia. Y
tampoco la negación de la autoridad de la jerarquía actual, en cuanto jerarquía
católica legítima. Más simplemente, se niega validez a las “penas y censuras”
infligidas o declaradas por una autoridad afligida en este momento por el
espíritu modernista, y por tanto, profesante de errores y ambigüedades graves,
tales como para inducir a las almas al error.
En efecto, la autoridad de quien
está investido con el poder de gobierno en la Iglesia no debe entenderse en
sentido puramente formal, como autoridad que opere válidamente cualquiera sea
la cosa que haga y diga por el sólo hecho de su investidura, formalmente
legítima. No es ésta la concepción católica de la autoridad, para la cual vale
en cambio el principio corruptio legis no est lex. Por lo mismo, no
basta que la autoridad sea legítima, es necesario también que sus órdenes sean
legítimas y no contradigan la razón de ser de la autoridad misma: el
mantenimiento y la defensa del dogma de la fe.
Si la autoridad se muestra
claramente colmada de un “espíritu modernista”, que es espíritu de herejía,
penetrado en la Iglesia, por ejemplo, a través del párrafo 8 de la Constitución
Conciliar Lumen Gentium, que da una definición de la Iglesia contradictoria
con lo que la misma Iglesia ha enseñado de sí por diecinueve siglos, poniendo
así a la Iglesia en contradicción consigo misma; si la autoridad legítima
demuestra de hecho, en varios actos y declaraciones suyas, haber perdido el sensus
fidei, es legítimo preguntarse qué valor debe atribuirse a sus decisiones y
si éstas deben ser reconocidas como legítimas y obedecidas como voluntad de la
Iglesia Católica.
La respuesta a la no fácil cuestión
nos parece, a pesar de todo, no difícil: deberán tenerse como “privadas de
peso”, y por lo tanto inválidas, todas aquellas providencias que sean tomadas en
espíritu de modernismo, que se muestren por consiguiente, manifiestamente en
contradicción con las intenciones de la Iglesia; entiéndase: las intenciones
consagradas por el dogma y por la tradición casi bimilenaria. Cuando el Papa
actual machaca, conforme a la Tradición, la prohibición para las mujeres de ser
ordenadas sacerdotes (L’Osservatore Romano, 30.05.1994), debemos decir
que esta providencia es totalmente válida porque corresponde a la doctrina y a
las intenciones de la S. Iglesia de siempre: validez en el sentido sustancial y
no meramente formal. En cambio, cuando el mismo Pontífice declara estar incurso
en la excomunión ipso iure un Obispo fidelísimo al primado romano, cuyo
deseo, a causa del avance de la edad, fue el de consagrar Obispos para mantener
viva una Fraternidad Sacerdotal irreprensible en cuanto al dogma y a la
disciplina eclesiástica, dedicada a la formación de sacerdotes con el fin de
socorrer a las almas en estado de grave necesidad general, entonces hablamos de
providencia inválida en el plano sustancial, prescindiendo de lo formal,
que aquí no es examinado (constituido de conformidad a cuanto se establece en
los cánones del C. D. C., que excluían de todos modos la posibilidad de
una excomunión ipso ire). Inválida, y por consiguiente sin peso, porque
tomada según un espíritu modernista, dado que quiere excluir de la Iglesia
católica a los defensores de la Tradición, con imputaciones completamente
infundadas, no sólo teológicamente, sino también en cuestión de estricto
derecho, y los quiere excluir por culpables de no aceptar el concepto de
Tradición “viviente” (o sea, modernamente entendido) profesado por Juan Pablo
II y otros miembros de la jerarquía actual.
Negar validez a las “penas y
censuras” irrogadas con “espíritu modernista” por la autoridad vaticana no
significa por ello negar la legitimidad de esta autoridad en cuanto tal,
y por lo tanto, con esta negación no se comete cisma alguno. Significa
solamente declarar inaceptable e inválido cada acto de la autoridad que se muestre (y hoy lamentablemente ocurre)
contrario a la conservación del dogma de la fe. Y entre estos actos están seguramente
incluidas las “penas y censuras” infligidas a Monseñor Lefebvre a partir de la
supresión del Seminario de Ecône, ilegal desde el punto de vista formal, al
extremo de deber considerarse nula, causada nada menos que por la aversión en
la confrontación de la Tradición y la sana doctrina. Por no hablar de la
sucesiva suspensión a divinis, invalida porque no se quiere tener en cuenta el
estado de necesidad en que se hallaba Monseñor Lefebvre como consecuencia de la
ilegítima suspensión de Ecône.
La historia por tanto, se repetía, y en el mandato de Ecône no se
podía no remarcar la verdad en forma de un principio general (inválidas
las penas y censuras infligidas o declaradas por la autoridad cuando lo son
según la intención de los herejes o sea los neomodernistas, paladines de un
concepto falso de la Tradición), principio que implica en el caso concreto,
la invalidez a priori de las “penas y censuras” ya infligidas o a infligirse o
declararse según esa misma intención en confrontación con Monseñor Lefebvre o
los obispos consagrados por él.
Esta intención afectada de
modernismo resalta de manera explícita en el motu proprio Ecclesia Dei
Adflicta del 2 de julio, donde se acusa a Monseñor Lefebvre de haber
arribado a un acto que podía considerarse cismático, por no haber comprendido
suficientemente “el carácter viviente de la Tradición”: “quandoquidem
non satis respicit indolem vivam eiusdem traditionis”[3]. Como sabemos, en el lenguaje del neomodernismo, la tradición
“viva” o “viviente”, es la tradición entendida como en la “Nueva Teología” o
neomodernismo, no la tradición tal cual la ha constituido y entendido el
Magisterio de la Iglesia en diecinueve siglos. La “tradición viviente” deriva
de un concepto dinámico, en verdad evolutivo, (deducido del pensamiento
moderno, no de la Iglesia), que se aplica al dogma, cuyo contenido ya no es más
inmutable sino actualizado a los tiempos. Así, en la Lumen Gentium,
en el ya citado párrafo 8, se ha adaptado el concepto de Iglesia a las
exigencias del ecumenismo, negando lo que la misma Iglesia siempre ha sostenido
sobre Ella por diecinueve siglos, y esto es, que la Iglesia católica, con el
vicario de Cristo a la cabeza, es la Iglesia de Cristo y sólo Ella lo
es, en tanto que las denominaciones cristianas que, a causa de cisma o
herejía se han paulatinamente separado de Ella, no lo son. Un trastorno
similar se quiere hacer creer que esté en armonía con la tradición, haciendo
pasar por verdadera tradición católica una nueva idea de tradición,
“viva”, “viviente” o como se quiera
decir, o bien comprensiva de adaptaciones del dogma a las falsas verdades de
los herejes y los cismáticos.
El mandato de Ecône concluye con la
motivación explícita, oficial, de la consagración:
“«En cuanto a mí, ya estoy
ofrecido en libación, y el tiempo de mi disolución es inminente» (2 Tim.,
IV, 6). Siento a las almas suplicarme que le sea dado su Pan de Vida, que es
Cristo. Por este motivo, movido a compasión por esta multitud, tengo el deber
muy grave de transmitir mi gracia episcopal a estos queridísimos sacerdotes,
para que puedan también ellos conferir la gracia sacerdotal a numerosos y
santos clérigos, formados según las santas tradiciones de la Iglesia católica.
Según este mandato de la Santa Iglesia Romana siempre fiel, nosotros escogimos
a los cuatro sacerdotes aquí presentes como obispos de la Santa Iglesia Romana
para que sean auxiliares de la Fraternidad Sacerdotal San Pío X [siguen los
nombres de los electos]”[4].
Se trata de un texto clarísimo. A
causa del estado de necesidad en el que había llegado a encontrarse [la
Iglesia][5], Monseñor Lefebvre debe “transmitir su gracia episcopal”
sin más demora a otros sacerdote, satisfaciendo las legítimas expectativas de
lo seminaristas y de los fieles, para la salvación de sus almas. A los obispos
nombrados por él les ha dado por lo tanto sólo el orden con sus poderes
para que puedan ser “auxiliares” de la Fraternidad.
Monseñor Lefebvre se mostró así
coherente con la postura asumida y mantenida por él desde largo tiempo. En la
carta dirigida a los futuros obispos, ya preparada el 28 de agosto de 1987, en
la cual los invitaba a asumir esta grave responsabilidad, se decía de manera
explícita que les transmitía sólo la potestad de orden: “el objeto principal
de esta transmisión [de mi gracia episcopal N. D. R] es el de conferir
la gracia del orden sacerdotal para la continuación del verdadero sacrificio de
la Santa Misa y para conferir la gracia del sacramento del crisma a los niños y
a los fieles que se lo requieran”[6]. Por consiguiente, ninguna jerarquía paralela ninguna potestad de
jurisdicción territorial, una jurisdicción únicamente supplita ad actum,
según requerimiento de las ánimas en estado de necesidad.
Todavía más importante, para
demostrar la coherencia y buena fe de Monseñor Lefebvre, es todo lo escrito por
él en la carta al Papa del 20 de febrero de 1988, durante las negociaciones
para el acuerdo después no realizado:
“2. La consagración de Obispos
para sucederme en mi apostolado parece indispensable [Omissis].
Este punto n. 2 es el más urgente
[del borrador del acuerdo N. D. R.] dada mi edad y mi cansancio. Hace ya
dos años que no he ido a hacer las ordenaciones del Seminario de los Estado
Unidos. Los seminaristas aspiran ardientemente a ser ordenados, pero mi salud
no me permite más atravesar los océanos.
Por ello suplico a Su Santidad
resolver esta cuestión antes del 30 de junio de este año.
En las relaciones de Roma y de su
sociedad [la Fraternidad S. Pío X, N. d: R.] estos
obispos se encontrarían en la misma situación en la cual se encontraban los
obispos misioneros en las respectivas relaciones de la Propaganda [Fide, N.
D. R.] y de su sociedad [Congregación, N. D. R.]. En lugar de una
jurisdicción territorial, tendrían una jurisdicción sobre las personas”[7].
De este texto resulta claramente el
estado de necesidad (aún personal) en que se encontraba Monseñor Lefebvre:
resulta de hechos precisos, de los impedimentos que la edad y la salud
representaban de ahí en adelante para el cumplimiento de sus deberes de
apostolado. Pero lo que más nos interesa es la definición que él da de la
jurisdicción de los futuros obispos. Se trata de un concepto nítido, que no
muestra ninguna voluntad de cisma, ni siquiera disimulada. Él se inspira en la
figura, admitida en la costumbre de la Iglesia, del “obispo misionero”: un
prelado privado de jurisdicción territorial, con una jurisdicción sólo
sobre las personas, y éstas no serían predeterminadas por la pertenencia al
territorio de una diócesis; pero serían sólo aquellas que de vez en cuando se
calificarían frente al obispo como necesitadas de un acto de su poder de orden.
Al proponer esta figura de Obispo al
santo Padre, Monseñor Lefebvre se mostraba completamente respetuoso de las competencias
y de las exigencias, desde el momento en que no pedía para sus obispos
una competencia que excediera la exigencia a la cual ellos debían corresponder.
En el mandato de Ecône, Monseñor
Lefebvre, ¿se mantuvo fiel a esta posición? Al ciento por ciento, habiendo
conferido a los obispos consagrados por él sólo el poder de orden. Es verdad
que los obispos consagrados en Ecône no pueden considerarse idénticos a los
obispos “misioneros”. Por dos motivos: porque estos últimos reciben su
jurisdicción del Papa, y porque ella no se ejercita en estado de necesidad.
Pero bajo el perfil sustancial se puede decir que los obispos
“auxiliares” de la Fraternidad son perfectamente misioneros, porque han
recibido (únicamente) una potestad de orden a ejercerse con una jurisdicción
suplida in actu, acto por acto, sobre las personas[8].
3.9 Cisma en sentido formal, virtual, desobediencia legítima
Del análisis del mandato leído en
Ecône con ocasión de las consagraciones no resulta, por consiguiente, ninguna
voluntad cismática: la voluntad de instituir una jerarquía paralela no se
transparenta de manera alguna ni de las palabras ni de las acciones de Monseñor
Lefebvre, y se sabe que, a continuación de las ordenaciones, él no ha conferido
jamás alguna “misión canónica” (y se sabe igualmente que los cuatro
obispos que consagró nunca se han comportado, en estos diez años, como si fueran
titulares de Diócesis).
La acusación de cisma en sentido
formal contenida en los documentos del Vaticano, se basa, por fuerza, solamente
en el texto del mandato de Ecône, y sobre el acto que representa.
Lo que significa que el acto de la consagración, cumplido (por necesidad)
contra la voluntad expresa del Papa, ese acto de desobediencia, ha sido
considerado cismático en cuanto tal, en contra de los principios
aceptados, según los cuales, como se ha visto, hay que distinguir siempre entre
la desobediencia y el cisma. Esto resulta claramente del decreto del Cardenal
Gantin, quien habla de acto por su naturaleza cismático, y del motu
proprio Ecclesia Dei, ya citados. Para este último, la consagración sin
mandato es en sí misma un acto de desobediencia (“in semetipso talis
actus fuit inobedientia adversus R. Pontificem”); con todo, esta
desobediencia, refiriéndose a una materia muy grave, que atañe a la unidad de
la Iglesia en la sucesión apostólica, comporta (infert) un verdadero
rechazo (vera repudiatio) del Primado Romano, y por este motivo
se debe considerar un acto cismático: “Quam ob rem talis inobœdentia actum
schismaticum efficit”: “por este motivo (porque niega la unidad de
la Iglesia: n.d.l.r.) esta desobediencia se traduce en un acto cismático”.
El sentido del texto parece muy
claro: esta desobediencia implica – a causa de su gravedad – una negación del
primado de Pedro, pone en discusión la unidad de la Iglesia, debe ser
considerada cismática. Es, en suma, la cualidad atribuida a la
desobediencia lo que la hace considerar como cismática. Nos encontraremos
entonces frente a un acto cismático en sentido objetivo, que se
revelaría tal por la sola cualidad supuesta del acto (que en sí mismo no
es cismático), aún en ausencia de declaraciones de voluntad y de actos
ulteriores, necesarios para la existencia del cisma en sentido formal.
Parece casi superfluo señalar que
ese concepto de cisma es totalmente desconocido por el derecho canónico
como por la teología. La Santa Sede habría, por consiguiente, innovado con
relación al derecho vigente, aplicando contra Monseñor Lefebvre una noción de
cisma en sentido formal que no es la admitida por la doctrina ni por el Código.
Y esta nueva noción de cisma es inaceptable porque no hace distinción entre
desobediencia y cisma – y por lo tanto, entre desobediencia legítima e
ilegítima – interpretando, como de hecho lo hace, un acto de desobediencia como
un acto en sí mismo cismático.
Pero, ¿puede existir un cisma en
sentido puramente objetivo?, es decir, ¿puede haber un cisma en ausencia
de una voluntad declarada en ese sentido y faltando la intención de una
jerarquía paralela, mediante una “missio canónica “ilegítima”? Ningún canonista
y ningún teólogo admitirían la existencia de un cisma así concebido. Es cierto
que el Código de Derecho Canónico, no define el acto cismático
específico sino únicamente el concepto de cisma, refiriéndose en sustancia a
Santo Tomás, pero esto no significa que la Santa Sede pueda literalmente inventar
una nueva categoría de acto cismático que además es opuesto a lo que la
doctrina ha sostenido siempre.
Naturalmente, el Papa, legislador
supremo y primer doctor de la Iglesia, tiene el poder de innovar en lo que
respecta al Código. Sin embargo, él debe decirlo, es decir, que debe establecer
una nueva forma de delito (el cisma objetivo o la desobediencia sólo
objetivamente cismática, si se puede así decir) con los procedimientos
oportunos; no se puede introducir “de contrabando”[9] como si se tratara de la mera aplicación del derecho vigente. El
hecho de que el Código no defina el acto cismático no significa que la
autoridad suprema pueda establecer, de hoy para mañana, y sin crear nuevas
normas ( y por consiguiente sin asumir las responsabilidades legislativas de
ello), que un acto determinado deba considerarse cismático “por su naturaleza”;
significa, al contrario, que el Código remite, para la determinación del
acto cismático, a la doctrina consolidada – canónica y teológica – y a
la práctica de la Iglesia en el curso de los siglos. Y la autoridad suprema no
puede ignorar esa remisión sin caer en la acción arbitraria.
¿Cuál es entonces la noción
“consolidada” de cisma en sentido formal? El Código de Derecho Canónico
en el canon 751 tantas veces citado, define el cisma como “la sustracción a
la sumisión al Soberano Pontífice o a la comunión con los miembros de la
Iglesia que les están sometidos”[10].
El cisma consiste, pues, en
sustraerse a la sujeción al Papa o a la comunión con los miembros de la
Iglesia que le están sometidos. Esta sustracción da vida a una separación
del cuerpo de la Iglesia y representa una ruptura a su unidad. Conviene señalar
que, en el plano conceptual, se puede tener también un cisma sustrayéndose sólo
a la comunión con los miembros de la Iglesia que están sometidos al Papa sin
sustraerse al mismo tiempo a la sujeción al Papa o viceversa. El pecado de
cisma es contra la caridad, porque “directe et per se opponitur unitati”,
dado que no de forma accidental sino por su naturaleza “intendit se ab
unitate separare quam caritas facit” (trata de separarse de la unidad que
la caridad produce). Los cismáticos son aquellos que, violando el mandamiento
de la caridad, se separan de la Iglesia “propria sponte et intentione”
(por propia voluntad e intencionadamente). Y la unidad de la Iglesia debe
entenderse de dos maneras unidas entre sí: “en la conexión recíproca de los
miembros de la Iglesia” y “en el hecho de que Cristo “es la cabeza del
cuerpo de la Iglesia” (Col. II, 18). El Jefe “es el mismo Cristo, cuyo
vicario es el Soberano Pontífice”. Es por ello que “son llamados
cismáticos los que rehúsan estar sometidos al Soberano Pontífice y también
estar en comunión con los miembros de la Iglesia a él sometidos”[11] dice Santo Tomás. Él nos da, pues, el concepto de cisma tal como
lo encontramos todavía hoy en el Código de Derecho Canónico.
El cisma es un tipo particular de
pecado (peccatum speciale), que exige requisitos propios. No puede ser
reducido a la desobediencia como tal, como querrían algunos, estando ésta
última en la base de todo pecado: “en todo pecado el hombre desobedece los
preceptos de la Iglesia, dado que el pecado, como dice San Ambrosio, es
«desobediencia hacia los mandamientos del Cielo». Entonces todo pecado es
cisma”[12]. En su refutación a tal objeción, Santo Tomás nos lleva hacia el
razonamiento siguiente inobjetable: en la desobediencia que da vida al cisma
debe haber “rebelio quædeam”, debe manifestarse una rebelión, la cual
debe resultar del hecho de “despreciar obstinadamente las enseñanzas de la
Iglesia y rehusar someterse a su juicio. En todo pecado no hay esta actitud.
Por lo tanto no todo pecado es cisma”[13]. Por consiguiente, el cisma es pecado “especial” o particular o
específico – como se quiera – que no puede ser asimilado a otro pecado, de
acuerdo con el principio que afirma que en todo pecado hay una desobediencia.
Para Santo Tomás, el cisma debe ser caracterizado por la “rebelión”.
Expresándose en una “rebelión”, se trata de desobediencia ilegítima (si
la desobediencia es legítima, entonces ya no hay rebelión). El pensamiento
teológico medieval (y más allá) es concorde con este punto: “Los teólogos de
la Edad Media, por lo menos los de los siglos XIV; XV y XVI, adhieren a poner
de relieve que el cisma es una separación ilegítima de la unidad de la
Iglesia; de hecho, afirman que podría haber una separación legítima, como en el
caso de aquél que rehuse obedecer al Papa si éste le ordena una cosa mala o
injusta (Turrecremata)”[14]. En este caso, como en la excomunión injusta “habría
una separación de la unidad puramente exterior y putativa”[15].
La doctrina ha elaborado, pues, el
concepto de cisma como rechazo ilegítimo de sumisión y de comunión. Ese rechazo
se caracteriza por un acto (o actos) en el cual (o los cuales) se manifiesta categóricamente
una desobediencia ilegítima (rebelión) hacia la autoridad, se manifiesta
claramente la intención del sujeto agente de negar concientemente la
sumisión y la comunión sobre las cuales se funda la unidad de la Iglesia. En
otro caso, el cisma es virtual, es decir, está presente en la intención
pero no todavía realizado en la acción, no concretado en una separación
efectiva. Y puede ya constituir un pecado, aun si no recae en el cuadro de las
normas del Código de Derecho Canónico.
Con la noción de cisma virtual no
sólo se entiende la actitud o la intención del cismático en potencia, sino
también un comportamiento que revela objetivamente una no-participación
en la comunión con los miembros de la Iglesia aún en ausencia de cisma efectivo
en sentido formal. Este comportamiento, que muestra una separación de hecho,
revelaría una situación de cisma virtual. Según el P. Murray, en la citada
entrevista a The Latin Mass, esa sería la situación de los sacerdotes de
la Fraternidad y de los católicos que frecuentan la Misa tridentina en las
iglesias y capillas de la Fraternidad. Ellos no pueden definirse como
cismáticos en sentido formal (el P. Murray niega – lo hemos dicho – que Monseñor
Lefebvre pueda ser considerado cismático en sentido formal), pero sin embargo,
deberían ser considerados como separados de la Iglesia oficial y por
consiguiente, cismáticos en sentido virtual, canónicamente no
condenables pero teológicamente reprensibles[16].
Como veremos, esta apreciación es
para nosotros totalmente errónea. Es necesario recordar, por el
contrario, que el concepto de cisma virtual se emplea también en otro sentido,
en conexión con la herejía. Ésta es pecado contra la fe, mientras que el cisma
es pecado contra la caridad, y no obstante se implican uno al otro[17]. Así, se podrá profesar un error doctrinal grave que en sí mismo
implica una separación virtual de la Iglesia. Esa es, en sustancia, la
acusación dirigida por Monseñor Lefebvre a la jerarquía que lo excomulgaba como
cismático: afectada por herejías neo-modernistas, la jerarquía actual debe
considerarse como virtualmente excomulgada porque los modernistas han sido
formalmente excomulgados por San Pío X[18]. Aplicando este concepto, debemos decir que, en tanto afectada
por un grave error en lo que respecta a la exacta noción de Iglesia (nos
referimos de nuevo al párrafo 8 de Lumen Gentium), error que rompe de
por sí la unidad con la doctrina enseñada durante casi veinte siglos por la
Iglesia sobre la Iglesia, la jerarquía actual se ubica fuera de la
Iglesia de siempre, se ponen en una posición de cisma virtual.
Dejemos de lado ahora el cisma en
sentido virtual y volvamos al punto decisivo para el concepto de cisma en
sentido formal: la noción de acto cismático. Resumiendo a Santo Tomás,
Congar lo esboza como sigue: “El acto cismático es entonces ese mal acto que
tiene directa, precisa y esencialmente como objeto específico una cosa
contraria a la comunión eclesiástica, es decir, a la unidad que, entre los
fieles, es el afecto particular de la caridad. Un acto, en efecto, se
caracteriza por el objeto hacia el cual tiende en sí, por el hecho mismo
de lo que él [el acto, n.d.r.] es. Un acto mostrará entonces la cualidad de
acto cismático cuando, por su misma naturaleza, tienda a la separación para con
la unidad espiritual fruto de la caridad”[19].
El acto cismático es, por
consiguiente, y no puede no serlo, el que tiene como propósito “directa,
propia y esencialmente” (no se habla, pues, de una aproximación indirecta)
la ruptura de la unidad eclesiástica. Y para que se pueda decir que un acto
tiene ese propósito, es necesario un signo seguro, dado no por la
desobediencia como tal, sino por la “voluntad de constituir por su cuenta
una Iglesia particular” según la límpida fórmula de Santo Tomás: “dicuntur
enim schismatici qui concordiam non servant in Ecclesiæ observantiis, volentes
per se Ecclesiam constituere singularem”[20]. No basta “no conservar la concordia”, la sola desobediencia
tampoco es suficiente, es necesaria la voluntad manifiesta de constituirse como
Iglesia separada. El acto cismático por excelencia no será entonces aquel que
se limita a la simple desobediencia (como una consagración sin mandato); será,
por el contrario, aquél que instituya la jerarquía de una Iglesia paralela con
la missio canonica. Este acto apunta seguramente a la “separación
de la unidad espiritual fruto de la caridad”. He aquí un signo certísimo.
Con este acto se tiene el cisma en sentido formal porque con él uno se
sustrae formalmente a la sumisión al Papa negando su autoridad como soberano
Pontífice, es decir, como jefe de la Iglesia universal: “ut summus pontifex”[21]. Como lo hizo el desdichado Enrique VIII de Inglaterra, quien se
puso libremente como jefe de una iglesia nacional pretendida “católica”, con su
propia jerarquía nombrada por él, después de haber rebajado (¡!) la autoridad del Papa a la de simple obispo
de Roma (sesión del Parlamento inglés del 3 de noviembre de 1534).
Sin el acto cismático, sin la
“missio canonica”, no puede haber cisma en sentido formal. ¿Y cuándo puede
haber cisma en sentido virtual? Seguramente no cuando se tiene una
separación exterior impuesta por la necesidad: es necesario que haya una
efectiva voluntad de cisma todavía no realizada. Y este no ha sido ciertamente
el caso de Monseñor Lefebvre, de sus sacerdotes y de los fieles que frecuentan
la “Santa Misa de siempre” en los lugares de culto de la Fraternidad. Contra la
opinión del P. Murray, sostenemos que es totalmente inexacto hablar respecto de
ellos, de cisma en sentido virtual. Faltan de su parte los signos de
cualquier voluntad de cisma: la separación no expresa una voluntad de
ese tipo sino que es impuesta por el estado de necesidad. No es deseada, pero
es sufrida. Es el precio a pagar para poder celebrar una Misa no ambigua (como
por el contrario lo es la misa de Pablo VI), seguramente católica, que conserva
el rito romano que se remonta a los primeros siglos del Cristianismo, y para
poder administrar los sacramentos, como por ejemplo la confirmación, con un
rito ciertamente católico. Es el precio que se debe pagar para asistir a esta
Misa y poder recibir esos sacramentos. Es el precio a pagar por ser fieles a la
Iglesia de siempre.
Es una separación de hecho de la Iglesia oficial, provocada
por esta última, porque ella impide a los que lo desean el poder celebrar y
frecuentar la santa Misa Tridentina sin deber previamente reconocer, contra su
conciencia, la “rectitud doctrinal” del rito protestantizado de Pablo VI
y porque el ambiente de la sociedad eclesiástica oficial y de los mismos
fieles está gravemente corrompido por el modernismo en todas sus diversas
formas – teológicas, morales, políticas – al punto de poner en grave peligro la
fe del católico que fuera obligado a frecuentarlo (ver §1 del presente trabajo;
o “Courrier de Rome”, julio/agosto de 1999). Un católico que considere
la salvación de su alma como la cosa más importante para él, y que no puede en
consecuencia, tener nada que hacer con los sacerdotes de la jerarquía actual,
ni con los laicos que gravitan a su alrededor, siendo su fe corrompida o, en el
mejor de los casos, incierta, a ese católico, coaccionado por un estado de
necesidad monstruoso que le hace vivir en un régimen tal de separación, ¿deberemos
definirlo como un cismático virtual?
Si él es cismático virtual, entonces también eran cismáticos
virtuales aquellos que se mantuvieron separados de los arrianos cuando éstos
estaban en posición dominante en la Iglesia oficial de la época. Se deberá
también considerar a San Atanasio como un cismático virtual. Y que esta
separación existió, aún en ausencia de un nuevo rito de la Misa, lo prueba la
famosa frase que está allí para revelárnosla, y que es también un grito de
batalla: “Ellos (los arrianos) tienen las iglesias, nosotros tenemos
la fe”.
Ningún cisma virtual, pues, para los sacerdotes de la Fraternidad
San Pío X y para sus fieles que escuchan sus enseñanzas en sus sermones, los
ejercicios espirituales, los catecismos, y que se benefician con su ministerio.
Su posición es simplemente la de quien, a causa del estado de necesidad,
está constreñido a una momentánea desobediencia legítima.
Es, de hecho, una desobediencia legítima desobedecer la
orden implícita y explícita de considerar doctrinalmente correcto el Concilio
Vaticano II, comportándose en consecuencia; y también desobedecer la orden de
frecuentar la misa de Pablo VI, protestantizante, y por consiguiente, no
desagradable a los herejes ni aún a los no cristianos. La desobediencia
legítima siempre ha sido admitida por los teólogos cuando la autoridad católica
legítima ordena hacer cosas contrarias a la fe, o que, de toda forma, ponen en
peligro la salvación del alma. Hemos recordado el muy alto punto de vista de
Turrecremata. Y que la “separación motivada en las orientaciones de la
jerarquía pro tempore”, que están en contradicción con el magisterio de siempre
no equivale de ninguna manera “a la separación con la Iglesia” (sino sólo a la
separación del error desgraciadamente profesado por la jerarquía pro tempore),
ha sido ampliamente repetido e ilustrado en nuestro ya citado artículo “Ni
cismáticos ni excomulgados” al cual remitimos[22].
Esta desobediencia es seguidamente concebida por los que están
obligados a practicarla, como una desobediencia temporaria, porque es
impuesta por el estado de necesidad, que durará tanto como dure la crisis de la
Iglesia. Y un día (es de fe: “portæ inferi non prevalebunt”) la crisis
terminará, la jerarquía volverá a la sana doctrina, y el estado de necesidad
desaparecerá con su deber de desobedecer las órdenes ilegítimas de la
autoridad formalmente legítima.
3.10. El cisma imaginario
El cisma declarado contra Monseñor
Lefebvre no entra pues en ninguna categoría conocida y reconocida de cisma.
Este no es cisma en sentido formal; no puede existir en el sentido virtual. El
juicio de condenación de la Santa Sede está construido sobre una seudo-categoría
tanto en el plano teológico como en el jurídico. Nos encontramos frente a un
auténtico monstruo.
Pero no tiene buen arbitrio quien no busca
darse una apariencia de buen derecho por medio de algún razonamiento que
parezca tener un fundamento. En nuestro caso ¿cuál puede haber sido el razonamiento?
Pueden haber sido dos:
1) Primer razonamiento. Puesto que
en la base del nuevo concepto de colegialidad aprobado por el Concilio Vaticano
II se debe considerar que los obispos, en el acto de su consagración reciben también,
simultáneamente, el poder de jurisdicción (cn. 375 §2 del Código de Derecho
Canónico vigente), se sigue que una consagración sin mandato sería ipso facto
cismática. De hecho, en las consagraciones sin mandato, el sujeto agente les
conferiría ipso facto, sin mandato también, el poder de jurisdicción[23]. Pero si se da también el poder de jurisdicción, entonces hay
cisma. La ausencia de atribuciones del poder de jurisdicción por parte de
Monseñor Lefebvre no habría logrado entonces evitar objetivamente el
cisma, a causa de lo prescripto en el canon 375 §2 citado.
Este argumento es totalmente
inaceptable. ¿Cuál es, de hecho, la lógica del canon 375 §2? Contiene dos
proposiciones, una principal y una relativa, que depende de la principal. La principal
declara: “Los obispos reciben en la misma consagración, con el oficio de
santificar, igualmente los oficios de enseñar y gobernar”[24].
La disputa plurisecular de saber si
en el acto de su consagración el obispo recibe también ipso facto el poder de
jurisdicción, parece haber sido resuelto por el presente Código de Derecho
Canónico en sentido favorable a las tesis que sostienen el ipso facto.
En esto, el Código ha aplicado expresamente las directivas del Concilio
Vaticano II, tales como resultan de Lumen Gentium §21 y del
Decreto Christus Dominus §23[25]. El texto del §21 de la Lumen Gentium es repetido
textualmente por el Código. No obstante, el canon prosigue con la siguiente
proposición relativa que está también en los textos del Concilio: “los cuales
(oficios, n.d.r.) sin embargo, por su naturaleza, no pueden ser ejercidos
sino en comunión jerárquica con el jefe y con los miembros del Colegio”[26]. El texto distingue entonces, entre los poderes recibidos
con la consagración, y su ejercicio. Aquí hay una diferenciación
tradicional, la que existe entre la “titularidad” de un derecho (= poder) y su
ejercicio[27]. ¿Y cómo debe realizarse este ejercicio? ¿Sería dejado a la libre
determinación del obispo consagrado, de modo que no haya necesidad de algún
acto que lo autorice? No. El ejercicio de los “munera” episcopales debe
llegar “en comunión jerárquica con el jefe y con los miembros del Colegio”,
es decir, en comunión con el Papa y los miembros del Colegio de Obispos. Esto
significa prácticamente, como se recuerda en la nota previa a la Lumen
Gentium, que esos poderes pueden ejercerse solamente “iuxta normas a
suprema auctoritate adprobatas”. Lo que significa que la comunión es
“jerárquica”, y requiere para su realización el respeto de las competencias
garantizadas por la missio canonica, reclamada expresamente en el §24 de
la Lumen Gentium.[28].
No discutiremos aquí el mérito de la
concepción semiconciliarista (y por tanto errónea) de la colegialidad que el
Concilio Vaticano II ha intentado introducir[29]. Lo que nos interesa ahora, es poner de relieve el siguiente
punto: el poder de jurisdicción del obispo también tiene siempre necesidad de
la missio canonica para ser ejercido – missio que no ha sido para nada
abolida por el nuevo Código – lo que significa que la missio es siempre
indispensable para la institución de una jerarquía. Y dado que el cisma en
sentido formal consiste, como lo hemos visto, en separarse para instituir la
jerarquía de una Iglesia paralela, para que haya cisma es necesaria siempre
una “missio canonica” ilegítima. Con el régimen establecido por el Concilio
Vaticano II la calificación de “missio canonica” está cambiada: de acto que confiere
un poder (de jurisdicción) se ha convertido en acto que confiere el
ejercicio de un poder, el cual estaría ya intrínsecamente presente en el
obispo “ex consagratione” (por el hecho de la consagración). Pero en lo que corresponde al concepto de
cisma nada cambia por que la “missio” sigue siendo siempre el acto cismático por
excelencia, confiriendo ella sola el ejercicio de ese poder de jurisdicción
gracias a la cual toma forma una jerarquía paralela. Entonces, en ausencia de
este acto, como en el caso de las consagraciones efectuadas por Monseñor
Lefebvre, aún desde el punto de vista del ordenamiento en vigencia no hay
cisma.
Y llegamos al segundo razonamiento
posible. 2) Las condenas declaradas contra Monseñor ponen de relieve cómo, más
allá de haber obrado sin mandato, él habría procedido contra la voluntad
expresa del Papa, quien el 29 de junio de 1988 le había pedido “paternal y
firmemente” aplazar las consagraciones. Una ordenación sin mandato no es
necesariamente contra la voluntad del Papa. Si hay un estado de
necesidad a causa del cual no es posible obtener el mandato, se puede proceder
a la consagración confiando en el hecho de que el Papa aprobará post factum.
Esto es lo que ha pasado con los obispos ordenados en la clandestinidad bajo
los regímenes comunistas.
En el caso de las consagraciones de
Ecône se produjo el hecho, más que raro, de una invitación (en realidad una
advertencia) del Papa para no hacerlas, advertencia comunicada la víspera de la
fecha ya fijada para la ceremonia. Es por ello que, respecto de Monseñor, pesa
la doble acusación de haber actuado no sólo sin autorización, sino
también contra la voluntad formal del Papa. Esta manera de actuar también
contra la voluntad formal del Papa, ¿influye en la determinación de la
naturaleza delictuosa del hecho reprochado a Monseñor? Parece que no
precisamente. En lo que corresponde a la desobediencia tampoco parece
que para el Código de Derecho Canónico esto constituya una circunstancia
agravante. Y de hecho, con relación a la “desobediencia” de Monseñor, nada ha
sido invocado además del canon 1382 (muchas veces citado, y que pena la
consagración sin mandato). Uno se pregunta pues, si el hecho de haber obrado contra
la voluntad del Papa puede haber hecho que la acción en sí misma haga un tal
cambio brusco de cualidad, que le confiera la naturaleza de acto
cismático. Este podría haber sido el “razonamiento”. Se habría creado así una nueva
forma de cisma (¡mediando la declaración de una censura ipso iure!) que se
revelaría así formada, o, mejor dicho, armada[30]: 1. por la consagración sin mandato + 2. contra la voluntad
expresa del Papa. Y es precisamente semejante monstruosidad jurídica y
teológica la que ha sido insinuada en el espíritu de los fieles sencillos: “¡él
ha desobedecido la voluntad expresa del Papa; luego es cismático!”.
El hecho de que, además de la
ausencia de mandato, haya habido también una voluntad negativa expresada por la
autoridad competente, no cambia la cualidad del acto delictivo, que
sigue siendo siempre un acto de desobediencia, por su naturaleza, no cismático.
No es por nada que el Código – esto no debe ser olvidado jamás – lo contiene en
un canon muy diferente del que establece la pena por el cisma, y que la unión
entre las dos formas no es posible sobre la base de otros cánones, según el
principio de la interpretación sistemática[31]. Lo que hace convertirse en cismática a la consagración no es,
como debería en adelante ser claro, la ausencia de un mandato sino su
conjunción con una “missio canonica” ilegítima. Y no lo es una declaración
de la autoridad competente, quien, al lado de la ausencia del mandato,
manifiesta también que la voluntad de aquél que debía acordarla es contraria.
La presencia de esta declaración de voluntad puede constituir como máximo, una
circunstancia agravante para el sujeto desobediente, pero sólo en el fuero
interno, desde el punto de vista moral, desde el momento en que el Código de
Derecho Canónico no la considera entre las circunstancias agravantes posibles
(en todo caso, ello podría considerarse una circunstancia agravante si se
tratase de infligir penitencias).
Luego, en el caso de Monseñor
Lefebvre, no creemos que se pueda admitir la existencia de una circunstancia
agravante de éste género, desde el momento que se obraba en estado de
necesidad. El estado de necesidad hace justicia a toda circunstancia agravante
de este tipo, porque la falta de voluntad de la autoridad legítima (lo
que el profesor Amerio llama desistencia sistemática) para cumplir determinados
actos necesarios para la conservación de la sana doctrina y la salvación de las
almas, es en un determinado sentido, precisamente, la causa mayor de la
necesidad en la cual el prelado fiel al dogma llega a encontrarse (fiel al
dogma y con responsabilidades puntuales respecto de las almas de los seminaristas,
los sacerdotes y los fieles). Que esa falta de voluntad en la autoridad sea
implícita o manifiesta, o bien que se exprese bajo forma de prohibiciones, es irrelevante
en lo que respecta a la acusación imputada a Monseñor. Se trata siempre de
simple desobediencia, realizada, sin embargo, por causa de fuerza mayor y, por
consiguiente, no imputable.
En todo caso, el hecho de que sea
manifestada bajo la forma de prohibición de un acto en sí legítimo y
necesario para la salvación de las almas, no puede haber dado lugar en
manera alguna a una nueva figura de cisma en sentido formal.
De la circunstancia excepcional en
la que Monseñor Lefebvre ha debido actuar aún contra la voluntad expresada por
el Papa, se han querido extraer a todo precio consecuencias indebidas.
De hecho, se ha querido sostener que su acto, precisamente por esta
circunstancia excepcional, no se limitó a violar sólo la “ley eclesiástica”
sino que ha representado una “ruptura de la tradición”. Razón por la cual
debería ser considerado como “intrínsecamente malo”, y, por lo tanto,
totalmente “injustificable”. Monseñor Lefebvre se habría hecho culpable “del
acto intrínsecamente malo de una consagración episcopal contra la voluntad del
Papa”[32]. Si estas afirmaciones correspondieran a la verdad, estaríamos en
presencia de un nuevo tipo de delito, derivado de una interpretación
completamente nueva de la categoría de los “actos intrínsecamente malos”. Pero
se trata de una interpretación insostenible. En realidad, la teología moral nos
enseña que el acto intrínsecamente malo es aquél que está prohibido
porque es malo y no malo porque está prohibido. Se trata de un acto que es un
mal en sí mismo según la “ley natural negativa” que prohíbe hacer, aún con
peligro de su vida “quod in se et intrinsecus malus est”, lo que en sí e intrínsecamente
está mal. Por ejemplo: blasfemar, perjurar, mentir, matar a un inocente[33]. Una desobediencia a una orden de un superior, por grave que ella
sea, no puede ciertamente compararse a un acto de esa clase, malo en sí
mismo, por su naturaleza, independientemente de la ley que lo castiga. La
consagración de un obispo, hecha para la salvación de las almas, según las
intenciones de la Iglesia, no es por cierto un acto intrínsecamente malo. Si en
la circunstancia particular ella es previamente prohibida, esto significa que a
consecuencia de esta prohibición, llega eventualmente a pertenecer a la
categoría de actos que son (o llegan a ser) malos porque están prohibidos y no
a la de actos malos en sí (aún sin norma que lo castigue) y, entonces,
“intrínsecamente malo”.
La tesis criticada aquí presenta a
continuación otro aspecto, rotundamente aberrante: el de ubicar la
prohibición expresada por el Papa de realizar la consagración, ¡incluso en
el plano del derecho natural! En realidad, si se dice que desobedecer una
advertencia pontificia expresamente dirigida a la persona que desobedece es un
“acto intrínsecamente malo”, se da a esta advertencia el mismo valor que
a la ley natural negativa mencionada más arriba, ya que sólo sus prohibiciones
se aplican al acto que es de por sí malo. La amonestación de un Papa es sólo
una de las formas en las que se expresa la suma potestad de jurisdicción que él
tiene en la Iglesia universal; poder que, aunque fundado en la institución
divina de la Iglesia, ciertamente está subordinado a la ley natural creada por
Dios, ocupando, en la jerarquía de las fuentes, una posición netamente
inferior.
Además, es insignificante la
consideración – que se querría hacernos tomar como de gran importancia – según
la cual “ningún teólogo o Concilio” ha sostenido jamás la legitimidad de una
consagración episcopal contra la voluntad expresa del Papa[34]. Esta comprobación es evidente: ¿qué teólogo o Concilio habría
podido, sostenerla como principio?[35]. Considerando las cosas en forma abstracta, la cuestión no se
planteaba igual. Pero el caso es que no se planteó jamás, porque no hubo jamás
una situación como la de hoy. Nadie hubiera podido prever una crisis como ésta
que causa manifiestamente estragos en la Iglesia desde el Concilio Vaticano II,
y que es, tal vez, más grave que la crisis arriana.
Las tomas de posición de los
teólogos y los Concilios, apuntan a resolver problemas del momento,
naturalmente a la luz del dogma. El problema en cuestión nunca se había
planteado. La experiencia que estamos viviendo ha demostrado, al contrario, que
puede presentarse porque esta experiencia ha demostrado que las cúpulas de la
Iglesia actual prefieren novedades que contradicen a la Tradición, antes que
defender la Tradición contra las novedades y los novadores. En tal situación de
novedad absoluta y negativa, no tiene sentido escandalizarse (por lo que jamás
había pasado y que no se pensaba que podría llegar a pasar) por la novedad de
una consagración que ha debido hacerse contra la voluntad expresa del
Papa cuando la voluntad manifiesta del Papa reinante ha sido sistemáticamente
volcada hacia la defensa de la novedad del nuevo rito, del nuevo concepto de
Iglesia, del nuevo concepto (laicista) de libertad del hombre, en resumen,
hacia las múltiples novedades de la Iglesia “conciliar” contra la
Tradición.
Pero los críticos de Monseñor
Lefebvre están obligados a sostener tesis “retorcidas” y hasta aberrantes
porque quieren hacer decir a los hechos algo que los hechos no demuestran de
manera alguna, a saber, que la (supuesta) “maldad intrínseca” de las
consagraciones episcopales de Ecône sería tal que haría de ellas “un acto
cismático por naturaleza”, según la insostenible tesis de la Santa Sede.
[1]
Cfr.
Fideliter n. 65, sept-oct. 1988, pág. 11. Para el texto latino: Fraternité S. Pie X, Boletín
Oficial del Distrito de Francia, del 13.8.1988, n. 10, p. 2.
[2] Fideliter cit. y Boletín cit: “æstimamus omnes pœnas, censuras ab
his auctoritatibus prolatas nihil momenti esse”.
[6] Fideliter, número especial del 29-30 de junio de 1988, ciy. El
texto de la carta rosigue del siguiente modo: “Los conjuro a permanecer
apegados a la Sede de Pedro, a la Iglesia Romana, Madre y Maestra de todas
las Iglesias, en la fe católica e integral, expresada en los símbolos de la fe,
en el catecismo del Concilio de Trento, conforme a lo que habéis sido enseñados
en vuestro seminario. Manténganse fieles en la transmisión de esta fe para que
el Reino de Nuestro Señor venga” (subrayado nuestro).
[8] Los obispos consagrados como “auxiliares” de la
Fraternidad no entran tampoco en la categoría del obispo “auxiliar”, sin derecho
de sucesión (canon 403 §1 del C. D. C. vigente). Estos últimos gozan de la
potestad de jurisdicción sobre el territorio de la diócesis, estando colocados
“a latere” del obispo diocesano cuando “no puede personalmente cumplir
todos los oficios episcopales, como exigiría el bien de las almas” (Commento
cit. pág. 241). Se recuerda también que jurisdictio in actu supplita
no es idéntica a la in actu expedita, según el n. 2 de la nota
previa intencionada, en la Lumen Gentium, resultando esta última
siempre de una misión canónica. Lo que justifica la jurisdiccio supplita in
actu es especialmente el estado de necesidad, en particular en el
caso de errores graves y herejías que sean difundidas públicamente, y también y
sobre todo a causa de la renuncia de la autoridad de la Iglesia oficial. En una
situación similar, la necesidad grave de muchos (porque corren grave
peligro – y esto es suficiente – de ser seducidos por el error) está equiparada
por la doctrina unánime a la necesidad extrema de cada uno (la cual se puede
dar en peligro de muerte).
[14] “Diccionario..”, cit., voz “Cisma”, col. 1302, Ver también publicaciones
del “Courrier de Rome”, “Ni cismáticos ni excomulgados”, pp.
20-21.
[16] “¿Son cismáticos en espíritu? Para mí algunos lo son,
según lo que he leído” (“The Latin Mass”, cit. p. 4; “...[la
Fraternidad, n.d.r.] puede ser de hecho un movimiento cismático, aunque no
punible en los términos del derecho canónico...” (ídem, p. 5). La acusación de
cisma virtual parece evidente.
[18] “No somos nosotros sino los modernistas quienes salen
de la Iglesia. En cuanto a decir «salir de la Iglesia VISIBLE», es equivocarse
asimilando Iglesia oficial e Iglesia visible... Nosotros bien reconocemos al
Papa su autoridad, pero cuando él se sirve de ella para hacer lo contrario de
aquello para lo cual le fue dada, es evidente que no se lo puede seguir...
¿Salir, pues, de la Iglesia oficial? En cierta medida, sí, evidentemente. Todo
el libro de Jean Madiran La Herejía del siglo XX es la historia de la
herejía de los obispos. Es necesario entonces salir de ese ambiente de obispos,
si uno no quiere perder su alma”. (Fraternidad San Pío X Boletín Oficial del
Distrito de Francia n. 29 del 29.9.88, pág. 7; Monseñor Lefebvre, “La
visibilidad de la Iglesia en la situación actual”, págs. 7-9). Y además:
“somos condenados por personas que están condenadas y que deberían ser
condenadas públicamente... Declaración de cisma: ¿con quién, con el Papa
sucesor de Pedro? No, ¿cisma con quién? Con el Papa modernista, sí, cisma con
las ideas que el Papa defiende por doquier, las ideas de la Revolución, ideas
modernas, sí. Estamos en cisma con eso. No lo aceptamos ciertamente” (Fideliter,
número especial del 29-30/junio/1988, cit, pág. 18).
[20] Citado en el Diccionario.., voz “Cisma”, col.
1301 [el texto está tomado del Comentario al libro IV de las Sentencias, Dis.
13, q. 2, a. 1, a.2; n d. t.].
[25] El punto es recordado en Commento, cit., pág.
226-227. Ver también la cuestión en la nota previa a la Lumen Gentium,
n.2. Sobre la disputa plurisecular, cfr. Diccionario de Derecho Canónico, voz
“Obispos”, col. 569 y ss, col. 571-574. Para una defensa de la posición
adoptada por el Concilio Vaticano II y el nuevo Código de Derecho Canónico,
ver: W. Bertrans, El poder pastoral del Papa y los Obispos. Premisas y
conclusiones teológicas-jurídicas. Herder, 1967, p. 8, 19, 25.
[27] “Aún admitiendo
la comunicación inmediata por Cristo, se reconoce que la jurisdicción episcopal
depende, en su ejercicio, del poder supremo del Papa, quien puede determinar su
alcance, suspenderla y limitarla” (Diccionario de Derecho Canónico cit.,
col. 572).
[28] Nota previa a la Lumen Gentium, n. 2, en
“Documentos del Concilio Vaticano II”, texto latino-italiano, Padua,
1966, pág. 278.
[29] Remitimos para
esto a “La Tradición contra el Concilio. La apertura a la izquierda del
Vaticano II”, de F. Spadafora (Roma, año 1989, págs. 177 y ss).
[30] N.T: el original italiano dice textualmente “...che
resulterebbe cosi composta o per meglio dire composita...”, cuya
traducción resulta difícil en castellano, siendo el primer sentido que está
formada por elementos homogéneos (composér, en francés) y el segundo, formada
por elementos heterogéneos (compositer, en francés).
[31] El
hecho ha sido recordado con vigor por el Padre Simoulin, en Valores actuales,
cit. (ver nota 78 del presente trabajo).
[33] Noldin, “De
Principiis Theologiæ Moralis”, 1911, págs. 202-203; Roberti- Palazzini, “Diccionario
de Teología Moral”, Roma, 1954, vox “”Causa excusante” (de la
observancia de la ley), pág. 207; G.B. Guzzetti, “Moral General”,
Marietti, 1955, t. I, pág. 152.